Por el piton derecho
Vicente Carrillo Cabecera
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¡Alcohol!, ¡alcohol!, ¡alcohol!...
Pamplona. Crónica 8ª de la Feria del Toro

¡Alcohol!, ¡alcohol!, ¡alcohol!...

Alejandro Martínez

Entre los múltiples y, muchas veces, indescifrables cánticos de las peñas que ocupan los tendidos de sol de la plaza de Pamplona está uno muy popular que dice así: «¡Alcohol!, ¡alcohol!, ¡alcohol!; hemos venido a emborracharnos, y el resultado nos da igual...». Y sí, tarde tras tarde lo cumplen a rajatabla. A ellos les da igual lo que suceda en el ruedo; se lo pasan a lo grande sea cual sea el resultado artístico del festejo. Comen, beben, cantan, bailan... Mientras tanto, el público de sombra, no canta ni baila –al menos ostensiblemente–, pero sí come y bebe en abundancia. Y, atendiendo a sus reacciones para con toros y toreros, no es agua lo que cargan en botellas, botas y garrafas. Y esa sospecha se extiende a todo ser viviente que pulula por callejón, tendidos y gradas, incluido el palco presidencial. Sólo así se explica lo sucedido esta tarde en el octavo festejo de la Feria del ¿Toro? O allí todo el mundo estaba borracho, o uno ya no sabe que pensar.

Pamplona, más triunfalista que nunca, abandonó cualquier atisbo de seriedad, exigencia y rigor, para acabar convertida en una auténtica plaza portátil. Allí todo valía, todo se jaleaba, todo generaba un éxtasis desmedido. ¡Qué más da que no se picara a los toros!, ¡qué importa que se citara desde la lejanía y se remataran los pases todavía más lejos!, ¡qué importa que las espadas cayeran en mitad del lomo o en el número! ¿Lo importante no es la fiesta, la diversión? Queda claro que al gentío le importa dos rábanos el cumplimiento del reglamento o la buena ejecución de las suertes, pero ¿y la presidencia?, ¿acaso no está para poner cordura y mantener la categoría de la plaza? Bien es verdad que, en este punto, alguno me interpelará diciendo “¿qué categoría?”. Tendría toda la razón. San Fermín y la Feria del Toro, más allá de la presentación y trapío de la mayoría de reses, es una milonga, un circo.

Y si no que se lo digan a Juan José Padilla. ¿Qué otra plaza podría idolatrar a semejante torero? Sí, claro que el jerezano es todo entrega y arrojo, pero ¿es menos cierto que es la vulgaridad personificada? Si no llega a ser porque el manso y rajado cuarto tardó en caer, habría vuelto a salir en hombros tras una actuación descaradamente populista. Con los tendidos vitoreándole y entonando el «illa, illa, illa; Padilla maravilla», Juan José enloqueció con su particular show. Recibió a sus dos oponentes de rodillas, clavó banderillas con eficacia y espectacularidad, molió a su lote a base de rodillazos, molinetes, circulares y pases de pecho –todo ello a distancia sideral–, y metió la espada por donde Dios le dio a entender. Además, desaprovechó a un interesante primero que, pese a mansear en el caballo, tuvo movilidad en el último tercio. Después de tanta pasión desbordada, una orejita supo a poco.

El que sí abandonó la plaza en volandas fue El Juli. El madrileño, figurón del toreo –moderno– por antonomasia, cortó las dos orejas del quinto, un astado de Victoriano del Río al que se concedió la vuelta al ruedo en el arrastre. Todo ello tras recibir un único puyazo y acabar rajándose sin disimulo. Pero qué importan esos detalles insignificantes. Si es que somos demasiado exigentes... Lo realmente notorio es que el animal colaboró con absoluta franqueza en el trasteo de su matador. Noble y repetidor, fue un modelo de toro moderno. Y, encima, hubo de tocarle en suerte a la más superdotada de las figuras actuales. A Julián, que en su primer turno se las tuvo que ver con un ejemplar nada claro que apenas permitió el lucimiento, se le abrieron los cielos de par en par con ese quinto. Y comenzó la apoteosis. Aplicando su poderosísimo concepto, se retorció como si no hubiera un mañana, y fue obrando esos infinitos muletazos que sólo él es capaz de ejecutar. Efectivamente, nadie salvo los gimnastas olímpicos tienen su flexibilidad. Los derechazos y naturales, todos iniciados fuera cacho y rematados hacia la periferia, enardecieron los ánimos de los presentes y la plaza se convirtió en un manicomio. La tauromaquia julista en todo su esplendor. El destoreo como técnica y norma. ¿Y la pierna que torea? Aún la está buscando Desgarbado. Tras la pureza muletera, una puñalada traserísima, y las dos orejas unánimes. Lo del pañuelo azul, de chiste.

Y, por allí, como tercer protagonista de la fiesta, también anduvo un tal López Simón. Y digo lo de "un tal" porque este torero nada tiene que ver con el que despertó una gran ilusión entre los aficionados la pasada temporada. Esta versión del madrileño, basada en el pegapasismo más desconcertante, desaprovechó al buen tercero, un ejemplar que, aunque a media altura, sacó fondo de casta y repitió con enorme duración. López Simón lo aburrió a base de mantazos, la mayoría acelerados, y en ningún momento llevó sometida ni enganchada la embestida. Luego, aprovechándose de la infinita nobleza y de la escasez de fuerza y casta del impresentable y feo sexto –una raspa con cuernos–, se puso en plan tremendista echándose de rodillas y pegándose un arrimón. Y, pese a que tampoco brilló con la espada, cortó una oreja. Barra libre.

 

  • Plaza de toros de Pamplona. 8ª de la Feria del Toro. Lleno. Se lidiaron seis toros de Victoriano del Río, correctamente presentados salvo el 6º; de juego desigual. Destacaron el 3º, encastado; así como 1º y 5º, mansos sin picar, pero nobles con movilidad.
  • Juan José Padilla: oreja con petición de la segunda y silencio tras dos avisos.
  • El Juli: silencio tras aviso y dos orejas.
  • López Simón: ovación con saludos tras aviso y oreja.

 

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