Por el piton derecho
Vicente Carrillo Cabecera
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¿Cuándo empieza San Isidro?
Opinión. Análisis de lo sucedido en Madrid

¿Cuándo empieza San Isidro?

María Vallejo

Desde el 11 de mayo hasta hoy, todos los días, a las siete en punto de la tarde, se ha abierto el portón de cuadrillas del coso venteño. Lo que significa que se ha consumido ya el primer tercio del serial con el que, según cuenta la leyenda, toreros y ganaderos sueñan y se desvelan durante el resto del año. Y, sin embargo, sigo preguntándome cuándo narices empieza San Isidro. Porque San Isidro, según esa leyenda en la que me gusta y necesito creer, es la feria reina. Donde sale el toro íntegro y los toreros tiran la moneda. Donde el palco se mantiene firme y no hace concesiones sensibleras. Y donde el aficionado enjuicia con rigor y no se toma el pelo al que pasa por la taquilla. En definitiva, donde cobra vida el axioma que da el bastón de mando a esta plaza: Madrid es Madrid. Pero pocas de estas premisas, que el aficionado espera encontrar cuando su ilusión le lleva hasta el templo del toreo, se han hecho presentes en la Feria.

Lo primero que se espera, y lo mínimo que se debe exigir, es que por chiqueros salga un toro digno de una plaza de primera y con ánimo de embestir. Lejos de eso, los ganaderos han venido con fiascos de lo más variopinto, desde la mansada pasada de peso de La Quinta y el petardo padre de El Ventorrillo, hasta los inválidos de Montalvo, Lagunajanda y Parladé, pasando por la impresentable novillada de marmolillos lidiada por El Puerto de San Lorenzo. Cómodos de cara unos, sin rematar otros y anovillados un optimista 70%, puede decirse que se han lidiado en Madrid tantos toros con trapío de sardina que muchas mañanas los corrales venteños bien podrían haberse confundido con una piscifactoría. Pero para mayor fomento de la arritmia cardíaca del aficionado, los únicos cuatro astados que han llegado a la franela con movilidad y nobleza –que no bravura– se han dado de bruces con el ventajismo y la inoperancia de sus respectivos matadores.

Que para qué está entonces el palco, si no es para mandar de vuelta al campo a aquellos toros que no cumplan con las exigencias de trapío del primer coso del mundo. Esa misma pregunta me hacía hasta que se concedieron dos de las orejas más baratas que se hayan visto nunca en Madrid, y sendos pañuelos blancos me dieran la respuesta. El palco de Las Ventas, que hasta ahora no ha mostrado un criterio unánime ni rigor alguno, cumple la misma función ornamental que los varilargueros del monopuyazo –que, por cierto, también se ha abierto hueco en Madrid–. Están porque tienen que estar. Llámenlo adorno, tradición o folclore. Pero lo cierto es que, en el momento en que los presidentes conceden orejas sin mérito ni mayoría de pañuelos y aprueban corridas de infame presentación, el palco pierde su función: preservar la seriedad de la plaza. Función que, por el bien de todos, debería recuperarse. Y la oreja de Talavante, cortada a Ley, es un buen baremo para ello.

Pero lo más triste de este maremagno de despropósitos, en el que medios pases han servido para escuchar el olé de Madrid, es que la afición ha quedado dividida en dos sectores casi irreconciliables: los que aplauden como si tuvieran un resorte en las muñecas pase lo que pase en el ruedo, y los que protestan la tomadura del pelo del productor de arte en la segunda versión de la invasión francesa. Estos últimos que, lejos del afán de lucro de quienes se están cargando esto, quieren preservar el rigor de Madrid, literalmente, por amor al arte están siendo encima acusados de sabotaje. Señalados con el dedo por pitar. Y tildados de irrespetuosos por oponerse a la caída de uno de los últimos bastiones de la Tauromaquia seria. Abran los ojos, el contrato entre Casas y Las Ventas es un nuevo Tratado de Fontainebleau. Y lo que se está haciendo con el aficionado de Madrid, que paga su abono y sufre tarde tras tarde, es tan rocambolesco como lo hubiera sido que, en 1808, los españoles hubieran cargado las tintas contra los Héroes del dos de mayo por encabezar la insurrección contra los franceses que nos dio la independencia.

Dicho esto, he de reconocer que nada me gustaría más que estar equivocada. Que San Isidro comenzase antes de que acabe la Feria. Y que esto sea sólo un mal comienzo, y no otro de los triunfos del Rey Midas del toreo, que convierte en triunfalistas todas las plazas que toca.

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