Por el piton derecho
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El 'morantismo'
Opinión. El adiós de un genio del toreo

El 'morantismo'

Leo Cortijo

La afición contiene la respiración. La noticia ha pillado a propios y a extraños de improviso. El genio La Puebla hacía público hace unos días que cortaba en seco su temporada, que se retiraba de los ruedos y que lo hacía sin fecha de regreso. Quién sabe si esto es solo un cabreo momentáneo. Un dolor de cabeza. Una rabieta –entiéndase el sentido de la expresión– de alguien al que no le han salido las cosas como esperaba en una tarde puntual o, a lo sumo, de alguien que atraviesa un mal momento. Quién sabe. Con Morante nunca se sabe.

Ahora bien, puede que no. Puede que se trate de una decisión madurada. De algo muy bien pensado y meditado tranquilamente desde hace tiempo sin punto de retorno. Ahí se produce la fractura, la herida, la brecha... Ese se sería el mal mayor y lo que los morantistas de pura cepa se niegan a asimilar bajo ningún concepto. Aunque en el fondo lo entienden y están con él, no se lo quieren creer. Están atónitos y no es para menos. No entenderían su afición a la Tauromaquia huérfana o privada del duende de Morante.

El morantismo. Una forma de entender y vivir la Fiesta. Una cuestión de auténtica fe, con hasta un punto de fanatismo sin condición hacia el ser venerado. Entrega absoluta, amor sin barreras y pasión desmedida por el torero –con un amplio margen de ventaja– más distinto y especial de cuantos ha contado el escalafón de matadores durante los últimos años. El lado más artístico, pinturero, clásico y puro de la Tauromaquia moderna, esa que hace aguas estrepitosamente por la mediocridad general de sus productos actuales. Él no. Porque Morante era, es y será de todo menos mediocre.

La pureza y la verdad siempre por delante, esa que no entiende de ventajas ni atajos fáciles a la hora de ofrecer el medio pecho, cargar la suerte, exponer y ceñir la figura a la embestida del animal bravo. La estética, la profundidad, los cánones, la belleza hecha muletazo o capotazo... El virtuosismo afloraba en determinadas ocasiones, cierto que a veces con poca asiduidad, pero así son los genios, para mostrar de nuevo a los ingratos y descreídos cuál es el misterio del toreo. Un torero único. De los que ha habido pocos y menos quedan todavía.

Sus mejores tardes son (o eran) las que permanecen eternamente en el recuerdo colectivo de todos los que aman esta Fiesta. Inmortales como el tiempo e inalterables como la historia. Esas que no se borran, que no caen en la indiferencia, que pellizcan el corazón y que ponen a todos de acuerdo. Tanto a los que profesan su fe como a los que se muestran más agnósticos ante las formas de un torero que era capaz de separar el amor y el odio con una línea más que fina, casi inexistente. La afición le espera y le esperará siempre confiada de que cambiará de opinión. Confiada de que al final estará donde debe estar, que es toreando, porque lo necesita. Y ellos a él. Confiada en verle de nuevo hundir el mentón en el pecho, cargar la suerte y mecer a ritmo lento la embestida del toro en verónicas eternas.

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