Por el piton derecho
Vicente Carrillo Cabecera
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Madrid. Crónica 15ª de la Feria de San Isidro

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Alejandro Martínez

Los aficionados a los toros engañamos a los demás y nos engañamos a nosotros mismos. En estos tiempos turbulentos que nos ha tocado vivir, en los que tenemos que andar defendiéndonos todos los días; solemos –con toda nuestra buena intención– usar un argumento que, tarde tras tarde, se demuestra que es falso: la fiesta de los toros es un espectáculo presidido por la emoción. Pues no señores, pues no. Hoy en día, la emoción aparece muy de vez en cuando. Es casi imposible encontrarla en la fiesta actual. Lo que realmente preside hoy la tauromaquia es el aburrimiento. El aburrimiento y la mentira. El toro bravo no es bravo, sino manso; su poder y fiereza han sido sustituidos por la nobleza y borreguez más absoluta; la mayoría de toreros ejecutan el toreo mediante la trampa y la ventaja; el tercio de varas no es más que un simulacro en el que sólo se pierde tiempo... La esencia de este espectáculo ha quedado reducida a cenizas gracias al egoísmo y soberbia de los “taurinos”. Las tardes –interminables– se suceden sin que apenas pase nada de verdad, de mérito; nada que te levante del asiento y te haga entender el porqué de esta locura, de esta afición. Y esto es muy grave. Si nosotros mismos, los aficionados, no somos capaces de encontrar argumentos de peso para defender la fiesta, ¿quién podrá hacerlo? La sociedad animalista que nos rodea, seguro que no.

Y sólo hay una solución: volver a los orígenes, volver a dotar a este espectáculo de su esencia más intrínseca: la emoción. Si el valor, la heroicidad, la pureza, el compromiso, o la verdad no se hacen presentes cada tarde en la plaza, estamos perdidos. El cambio –el verdadero cambio– no puede esperar. O exigimos el toro bravo y encastado, y el torero valiente y sincero; o los pocos aficionados de verdad que quedan acabarán abandonando los tendidos. ¿Y quiénes los ocuparán? Pues, si acaso, espectadores de ocasión que acuden a la plaza para aparentar y divertirse. Los “isidros”, los del clavel, los que lo aplauden todo y se beben hasta el agua de los jarrones; ellos sostendrán esta devaluada fiesta moderna. Como hoy, en la plaza de Las Ventas, escenario de faenas heroicas y tardes inolvidables. Pero de eso hace mucho. Ahora la plaza de Madrid parece triste, en su ruedo ya no se rinde pleitesía al toro bravo ni los toreros se juegan la vida a sangre y fuego. Ahora, casi todos los días, los aficionados se marchan con una mezcla de decepción, enfado, indignación y desencanto. La perversión de la tauromaquia ha superado todos los límites inimaginables. El descaste, la mansedumbre y la invalidez lo inundan todo. Ejemplo de ello fue la corrida de Alcurrucén reseñada para uno de los carteles más fuertes del abono. Dos figuras –o mejor dicho, “figuritas”– y un joven torero emergente llamado a ocupar un sitio importante en el toreo de los próximos años. La plaza llena; la tarde, tan espléndida como calurosa. ¿Y qué pasó? Nada. Los toros, serios y de bella lámina; mansos y descastados; los toreros, pegapases insoportables, doctores del destoreo.

Como Julián López “El Juli”, para muchos el número uno del toreo actual. Pues sí, les daré la razón. En esta fiesta mediocre, vulgar y corrupta, “El Juli” es un fuera de serie. ¿Cómo puede pegar una supuesta figura del toreo semejante petardo y marcharse de la plaza de Madrid como si tal cosa? La respuesta: porque no pasa nada. Mañana, pasado y al otro, al madrileño le seguirán cantando sus actuaciones como apoteósicas. Y torerará; toreará mucho. Donde quiera, cuando quiera y con quién quiera, que para eso es el number one. De lo de hoy nadie se acordará. Aunque, pensándolo bien, mejor no acordarse. Si su actuación permanece en la memoria, el trauma está garantizado. Porque la vulgaridad y ventajismo de este torero parecen no tener límite. Primero frente a un toro manso y desclasado que se movió sin romper nunca por abajo, Julián se dedicó a pegar trapazos a cada cual más destemplado y ventajista. Siempre fuera cacho, sin un gramo de torería o pureza, pegó tirones a diestro y siniestro y tras aburrir a todos se marchó a por la espada para perpetrar un nuevo atentado estoqueador. Tan indecente como siempre, ejecutó su suerte más depurada –el “julipié”–, dejó medio espadazo trasero y atravesado, y luego se comportó como un verdadero antitaurino al protagonizar una carnicería con el descabello. Una decena de veces tuvo que clavar sobre el morrillo del animal hasta que pudo derribarlo. Un escándalo. Con el noble y descastado cuarto, volvió a pegar mil pases sin convencer ni siquiera a los del clavel y el gintonic.

En tan nefasto espectáculo también participó Sebastián Castella. Tras una pésima primera actuación, el francés regresó para volver a hacer lo que mejor sabe: dar pases (que no torear). Un aviso le dieron tras los diez minutos que se tiró muleteando al manso y soso tercero. ¿Cuántos pases pegó? Él sabrá. ¿Buenos? Un par. Y es que entre su mala colocación y lo que se abría el manso en el embroque, el ceñimiento fue inexistente. Parte del público –aquellos osados que aún exigen y que creen que la de Las Ventas no es una plaza de tientas– comenzaron a protestar y Castella se encaró con ellos. Manda narices. En el quinto se repitió la historia.

El único que demostró actitud y querer fue el confirmante José Garrido. Dispuesto con el capote, protagonizó uno de los pocos momentos de interés de la tarde cuando comenzó su primer trasteo toreando en el centro del ruedo de rodillas. Le salió bien la jugada y los derechazos brotaron largos y templados. Mentiroso el de Alcurrucén, en ese inicio se movió con transmisión, pero en cuanto se sintió mínimamente podido, sacó a relucir todo su fondo de mansedumbre, comenzó a defenderse y se paró. La intención y concepto de Garrido fueron buenos e intentó adelantar siempre la muleta para tirar de la embestida hasta atrás. Luego, y aunque se tiró a matar muy derecho, la espada cayó tendida y contraria. Ante el borrego sexto, lo intentó todo y se metió entre los pitones en una escena triste y ejemplificadora: el hombre encima del toro y éste inmóvil, moribundo, pidiendo la muerte. ¿No decíamos que esto era una lucha, un combate?

Pues eso, indefendible.

 

  • Madrid. Plaza de toros de Las Ventas. 15ª de la Feria de San Isidro. Lleno de “No hay billetes”. Se lidiaron seis toros de Alcurrucén, bien presentados, muy mansos y descastados.
  • El Juli: pitos tras aviso y silencio.
  • Sebastián Castella: palmas tras aviso y silencio.
  • José Garrido: ovación con saludos tras aviso y silencio tras aviso.

 

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