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La reválida del poder
Opinión. Pepín Liria conquistó Pamplona

La reválida del poder

Darío Juárez

No busquen algo similar porque no lo encontrarán. Nunca diez minutos después de diez años habían sido tan grandilocuentes en lo que concierne a la magnitud solemne del poder a poder, cuando en el visor de la séptima corrida de la Feria de San Fermín se veía librar una batalla de una guisa de tiempos pasados. Un ejemplo para muchos otros que desfilan cada tarde entre el filo de la duda, el efímero compromiso y el qué dirán.

No había necesidad de volver del retiro al que emprendió el viaje hace ya una década, para tirar una moneda al aire y jugarte la vida en Pamplona como así lo quiso en la tarde de ayer. Sin embargo, el corazón y la razón negociaban dentro de su ser la necesidad de contemplar esa idea y materializarla honrando a su torería para el deleite de los aficionados, y en especial a la memoria de otros dos héroes vestidos de eternidad y gloria: Víctor Barrio e Iván Fandiño. La razón principal de su regreso.

El oro brillaba en un fondo blanco sin mácula en ese vestido que portaba el murciano. Quería comerse el ruedo. Las telas y el pecho por delante, y delante, el toro de Pamplona. La chica yeyé y El Rey, con modestia y educación, dejaron su protagonismo al lado para volver a escuchar el mítico «Pe-pín» que electrificaba los tendidos rojiblancos de la capital navarra. Un hombre libre que eligió citarse con la muerte en el juego de la vida sin contemplaciones. Liria fue voluntad, compromiso y afición. Es cierto que sus facultades físicas no alentaban una completa afabilidad en los trasteos como hubiera querido. No obstante, ayer todo quedaba en papel mojado cuando la raza desembarcó en Iruña. Detalles, actitud, valerosidad y, por encima de todo, agradecimiento.

El astado que sorteó en cuarto lugar le tuvo a su merced contra las tablas en varias ocasiones, pero ahí no había cobardes. Hizo el desplante del honor, el que dejó a todo el mundo con el corazón en un puño y que hizo resarcirse al murciano poniéndose en pie y sin amedrento alguno para dejar pasajes airosos y con donaire. Su frente quedó sellada con la sangre de ese toro al que quiso rubricar con la tizona con principios y por derecho, como no pudo ser de otra manera. Tirándose encima y volviendo a librar su vida a cara o cruz al volapié. El respeto se volvía clamor. Una oda a la emoción y al reconocimiento a un torero que volvió a Pamplona a jugarse el todo por el todo, para engrandecer la memoria de sus dos compañeros que pagaron con su vida la gloria del toreo.

No salió por la puerta del encierro, pero San Fermín le dio una copia de la llave de su capilla. Bajo su manto ya habita por siempre el honor de Pepín Liria. Un torero que perpetró una sensación de clarividencia de ideas, pundonor y boyante maestría.

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