Por el piton derecho
Vicente Carrillo Cabecera
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Los tullidos de Juan Pedro arruinan a las figuras
CRÓNICA BILBAO. 5ª DE LAS CORRIDAS GENERALES

Los tullidos de Juan Pedro arruinan a las figuras

Alejandro Martínez

Todo estaba listo en Bilbao para la llegada de las figuras. El sol lucía, había seis toros de Juan Pedro Domecq –ganadería de lujo donde las haya­­­– esperando en los chiqueros… ¡hasta había gente en los tendidos! Por primera vez en estas Corridas Generales, la plaza de Vista Alegre registró una buena entrada. Los guapos y guapas del clavel –luciendo el bronceado estival– estaban pletóricos, preparados para aclamar a las tres figuras que daban lustre a uno de los carteles estrella de la feria. Y llegaron ellos: Ponce, Morante y Manzanares. Y se hizo el paseíllo. Hasta ahí todo transcurrió con normalidad; los ingredientes para una tarde triunfal estaban dispuestos. Pero ahí se acabó la fiesta. Uno a uno fueron saliendo los animales enviados por Juan Pedro y, uno a uno, se fueron derrumbando entre el desasosiego general. ¡Vaya ruina de corrida!

Y es que, una vez más, los iluminados que afirman que sólo este tipo de hierros ofrece garantías para los grandes toreros del escalafón se tuvieron que tragar sus palabras. El encierro de Juan Pedro –muy desigual de presentación y con algunos ejemplares feos, destartalados y sin trapío– fue todo un derroche de invalidez. Como lisiados o tullidos, los animalitos de la divisa sevillana perdían las manos a la primera de cambio. No hacía falta que se les exigiese o sometiese por abajo, no señor; con un mero soplido mordían el suelo. Y como digo no fue uno, ni dos; los seis adolecieron de similar falta de fuerzas. Y, todo, claro, con el añadido de que a ninguno de ellos se les picó. Sí, señores, para no perder la costumbre, hoy también se simuló el tercio de varas. Y, una vez más, con la complicidad de la autoridad. Parece que eso de devolver inválidos a los corrales no va con el exigente Matías González. Y eso que alguno de los casos fue clamoroso. Porque, cómo sería de inválido el cuarto que hasta Ponce y el aplaudidor público bilbaíno quisieron echarlo para atrás. Pero no, Matías lo mantuvo en el ruedo. Y al igual que a ese, a los demás.

Ninguno se salvó de la quema, aunque el noble y bondadoso sexto le ayudó a José María Manzanares a cortar una orejita tras una faena de las suyas. El alicantino lo acompañó –que no toreó– sin fajarse ni romperse nunca con él y tras un espadazo recogió el único trofeo de la tarde. Y, ciertamente, su labor ante ese último fue de lo más interesante. Es un misterio la capacidad que tiene este torero para torear con el menor riesgo posible. La ciencia debería estudiar su caso. José Mari ha rizado el rizo en esto de las ventajas. Porque, vaya forma de colocarse y de mandar al toro hacía las lejanías. Siempre citando desde fuera, expulsa a los animales, esconde la pierna y, en las pocas ocasiones que se coloca cerca, se sitúa en los costillares y detrás de los pitones. Pero claro, como es tan elegante y refinado, engañó a unos guapos y guapas que quedaron cegados por su infinita hermosura. Tan sólo un par de naturales y un cambio de mano se pueden rescatar de su lección de destoreo. Con el feo y mal hecho tercero –que no tenía culata–, un astado noble, soso y descastado al que casi ni le señalan el segundo puyazo, instrumentó una labor de nula emoción y vacía de contenido. Dejando exagerados tiempos muertos, sin bajar la mano y sin ajustarse, anduvo perdiendo el tiempo en la cara del toro para no sacar nada en claro. Además, en este ni siquiera estuvo acertado con la espada. Dos pinchazos.

El que anduvo más entonado –en su estilo– fue Enrique Ponce. El valenciano, todo un ídolo en Bilbao, tiró de su infinita técnica y maestría y, por enésima vez, actuó de enfermero. Fue con el primero, un inválido gordinflón jabonero que desbordó clase y nobleza. Ponce, muy templado, lo mantuvo en pie en un trasteo largo y periférico que hizo las delicias del público. No habría sido descabellado que le hubieran regalado una oreja, pero la espada no entró. Dos pinchazos, otro hondo y un par de golpes de verduguillo tuvo que dejar Enrique para acabar con el bicho. Con el cuarto, que no se mantenía en pie, desistió en su labor de curandero y abrevió.

Menos aún hizo Morante de la Puebla. El sevillano, en una de sus más nefastas temporadas, se limitó a hacer que lo intentaba, pero acabó tirando por la calle del medio. El flojo segundo, que le propinó una tremenda voltereta a “Lili” cuando colocaba el último par de banderillas, se dedicó a escarbar en el último tercio y le dio a Morante la excusa perfecta para no hacer el esfuerzo. ¿Y con su segundo? Pues más de lo mismo. El quinto, alto, grande y destartalado, fue un animal muy deslucido que no tuvo un ápice de casta ni clase. Y para redondear su excelsa tarde pegó un sainete con la espada en cada uno de sus turnos. Saliéndose descaradamente de la suerte, intentó cazar a los de Juan Pedro y dejó un buen puñado de pinchazos e intentos con el descabello.

Vamos, una tarde para recordar… ¡Olé!

 

  • Bilbao. Plaza de toros de Vista Alegre. 5ª de las Corridas Generales. Casi lleno. Se lidiaron seis toros de Juan Pedro Domecq, desiguales de presentación, nobles, descastados e inválidos.
  • Enrique Ponce: ovación con saludos tras aviso y silencio
  • Morante de la Puebla: pitos y pitos
  • José María Manzanares: silencio y oreja

 

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