Entre gritos de ¡torero!, ¡torero! abandonó Diego Urdiales la plaza de toros de Vista Alegre. Tres orejas y una faena para el recuerdo fueron sus méritos. El riojano llegó a Bilbao y borró de un plumazo el ventajismo, la mediocridad y el pegapasismo reinantes en la fiesta actual. Y es que… ¡cómo toreó Urdiales en la penúltima de las Corridas Generales!
Si bien es verdad que en su primero anduvo a medias, frente al cuarto bordó el toreo. Urdiales firmó una faena excepcional de principio a fin que será recordada como toda una lección de pureza, naturalidad y torería. Y lo hizo ante un toro de Alcurrucén de superior fondo en el último tercio. Favorito se llamaba el de los Lozano, un animal fuerte y de gran remate, castaño de capa, y tocadito y abrochado de pitones. Muy estrecho de sienes –fiel a su procedencia–, Favorito se mostró muy reservón de salida y no acabó rompiendo hasta el último tercio. Brindó desde el centro al público Urdiales y ahí comenzó un trasteo majestuoso por la profundidad, pureza y belleza del toreo que ejecutó. Sobre ambos pitones, se sucedieron las series de muletazos perfectos técnica y artísticamente. Siempre enfrontilado, dando todas las ventajas a su oponente, Urdiales anduvo colocado en cada uno de los muletazos y de sus muñecas brotaron derechazos y naturales templadísimos y de extraordinaria belleza. Con un suave toque, ofreciendo la panza de la muleta, embebió al de Alcurrucén en el engaño para llevarlo toreado por abajo y rematar atrás, en la cadera. Y así uno detrás de otro. Con su personal empaque de torero maduro, cargando la suerte, encajado, vertical… hubo pasajes inolvidables. Y, cómo no, la plaza se vino abajo. Por fin, la emoción y la pasión se desataron en los tendidos de Vista Alegre. ¡Por fin veíamos torear!
Y, antes de coger la espada, preciosos y torerísimos adornos finales entre los que destacaron varios trincherazos que fueron auténticos carteles de toros. Faena justa, medida, sin un muletazo más de la cuenta, que remató de una gran estocada. Después, la gloria. El presidente Matías González no se lo pensó y sacó los dos pañuelos a la vez. Dos orejas que paseó entre lágrimas y aclamación popular. Aunque, sin duda, esa obra de arte no habría sido posible sin la extraordinaria embestida del toro de Alcurrucén. ¡Qué nobleza!, ¡qué fijeza!, ¡qué ritmo!, ¡qué humillación! Por la sangre de Favorito corrían todas las virtudes del encaste Núñez. Una procedencia denostada también en los últimos tiempos por unas figuras sabedoras de que la nobleza y la clase de estos animales van acompañadas de altas dosis de casta y exigencia. Y es que esa es precisamente la grandeza del toreo: el encuentro, la unión, de un torero y un toro bravo que se acaba entregando al dominio del hombre. Cuando esto se produce, volvemos a encontrar el sentido a nuestra afición. Porque Urdiales y Favorito lograron algo mucho más importante y profundo que la propia actuación que ambos protagonizaron: reconciliarnos con la esencia del toreo.
Otra oreja cortó el de Arnedo tras pasaportar con otro estoconazo al que abrió plaza, un astado de Alcurrucén largo y con mucha plaza (como toda la corrida) que manseó en el caballo y tardeó en la muleta, pero que tuvo emoción. Le costaba arrancar pero cuando lo hacía iba con todo. Interesante ejemplar al que le faltó humillar más y que no fue fácil. Con él, Diego Urdiales dejó pasajes sueltos excelentes, pero faltó aguantar, poder al toro y redondear la labor. De nuevo, destacó por su perfecta colocación, naturalidad y torería.
Muy diferente fue la tarde de sus compañeros. Sebastián Castella y Miguel Ángel Perera, dos supuestas figuras, quedaron eclipsados por Urdiales y ofrecieron todo un recital de vulgaridad. El primero, Castella, tuvo momentos de mérito y capacidad ante el encastado y exigente segundo, un manso al que no se picó nada en el tercio de varas. El de Alcurrucén, que no fue fácil, embistió a media altura o directamente con la cara alta y por momentos tiró gañafones y rebañó en busca del torero. A veces sorprendido y desbordado, Castella firmó un par de series notables con la diestra y luego se perdió en pases intranscendentes. Con el quinto, un colorado muy serio que manseó mucho en los primeros tercios y que llegó a la faena de muleta con nobleza pero falta de casta, el francés lo intentó con tanta insistencia como vulgaridad. A pesar de que el toro le regaló algunas embestidas por abajo, Castella citó muy fuera, pegó pases en línea y se acabó pegando el arrimón de turno. La estocada, desprendida. Por su parte, Perera, con el peor lote del variado e interesante encierro de los Lozano, se dedicó a pegar pases y más pases siempre descargando la suerte y sin templarse. Mostró voluntad pero no la suficiente torería como para sobreponerse a los dos deslucidos y descastados ejemplares que le correspondieron. Matando, también mal.