Afronté con esperanza la décima tarde del gólgota fallero porque era la última. Hoy acababa el calvario de ver el toreo caminando hacia su crucifixión. Y eso era motivo de alegría. Ingenua de mí, las notas de Los del Río comenzaron a sonar en mi cabeza a medida que avanzaba la tarde: algo se murió en mi alma. Algo se murió en mi alma al ver al Juli faltar el respeto a la suerte suprema. Algo se murió en mi alma cuando comprendí que Valencia no era capaz de apreciar el clasicismo caro de Alejandro Talavante. Algo se murió en mi alma con el destoreo de Alberto López Simón. Y con la vuelta al ruedo de un toro manso semejante al ganado bovino. La tarde me iba consumiendo hasta que, como colofón a esta Feria del despropósito, el público pidió el indulto del sexto y asomó del palco un pañuelo de silencio que marcó la hora partir. Silencio por la muerte de la seriedad en Valencia, mientras el ninot indultado parte ya camino hacia un campo cada día menos bravo y la afición se dirige a la cremá, donde esta noche verá el toreo arder.
Tapabocas se adueñó de la cuadrilla del Juli antes de que Barroso pudiera colocarse en suerte, para acabar recibiendo un pseudo puyazo suficiente para que, en claro desprecio a la suerte de varas, el torero madrileño cambiara el tercio. Fue en ese momento cuando, con un quite por chicuelinas de mano baja, se hizo presente el mandón del toreo actual: Alejandro Talavante. El Juli toreó con mando rodilla en tierra y dejó un torero pase del desdén como prólogo de una labor muletera marcada por su inconfundible sello: inteligencia y ventajismo a partes iguales, para someter a un manso, que obedeció sin malas intenciones en la franela de Julián. El madrileño cortó una oreja tras matar desde la más absoluta falta de ortodoxia. Gracias al mando y al dominio de la técnica que siempre le ha caracterizado, paró la embestida andarina del cuarto y, junto con el burel, metió al público en su enorme muleta. Sin importar que el astado fuera manso sumiso que a punto estuvo de balar, la mojiganga fallera jaleó la eterna labor de un Julián crecido en las cercanías. Volvió repetir la disciplina del salto de estoque (que en el argot taurino tiene patentada como julipié) y, aunque la espada calló en los blandos del toro, Julián paseó las dos orejas de su oponente, ridículamente premiado con la vuelta al ruedo. Fue en ese momento cuando algo murió en mi alma, sabedora de que Julián es un cañón vestido de luces que no dispara porque no quiere. Si su cabeza privilegiada tuviera a bien dejar de esconder la pierna y ceñirse con toros de casta y poder, marcaría sin duda un antes y un después en esto del toreo.
Fue una lástima que Salvaje, tras empujar con cierta alegría en el caballo de Manuel Cid (donde recibió dos puyazos caídos), resultara ser más bien doméstico; pues, aunque pocos lo apreciaron, Alejandro Talavante hoy vino inspirado. Un cartucho de pescado seguido de soberbios doblones en redondo, fueron el prólogo de una obra en la que el maestro extremeño toreó con ligazón, se cruzó y se dejó llegar los pitones al pecho. Abandonado, como sólo logran abandonarse quienes torean para sí y no para el público, se arrebató en las cercanías y terminó por ahogar al manso nada Salvaje. La media embestida de cara suelta del cuarto sirvió a Talavante para poner en evidencia la tauromaquia entera de sus dos alternantes. Como mandan los cánones, cruzando y ofreciendo el pecho, recogió a campeador en el embroque e hizo el toreo fundamental en una búsqueda del clasicismo que no llegó a los tendidos. Lejos de las alharacas, el aquilatado concepto de Talavante se equipara a lo que siempre ha sido el toreo: un baile entre la valiente heterodoxia de su imaginación y la ortodoxia torera de su clasicismo. Por eso, también algo murió en mi alma cuando vi la solitaria a salida a pie del único espada que esta tarde hizo el toreo.
El pobre Delirio deliró verdaderamente en la muleta de López Simón, una turbina de destoreo que malbarató su mansedumbre obediente entre pases lineales y enganchones, aderezados con circulares invertidos, pases rodilla en tierra y demás baratijas, que solo miraban al tendido. Pregunta de examen: ¿alguien le ha visto ligar al menos dos naturales con hondura? Yo tampoco. Ni siquiera ante el sexto de la tarde, un toro sin cara y tan mal presentado como sus hermanos, que ya desde su empuje en varas se mostró como el único toro bravo de toda la Feria. Pasmoso, cuyo indulto nos dejó a todos pasmados, fue pronto, se arrancó de largo y embistió con recorrido y transmisión. De su humillación poco o nada puedo contar, porque el inoperante López Simón se limitó a pegar pases feos y vacíos, sin crujirlo ni una sola vez por abajo. Un toro que, aunque nunca debió ser indultado, era el oponente perfecto para la consagración de cualquier torero. Lejos de eso, como el toro pone a cada uno en su lugar, el resultado de la faena fue la intrascendencia artística y el descrito de un populachero López Simón. Y fue en ese momento, viendo a Pasmoso regresar a los chiqueros, cuando nuevamente murió mi alma, al darme cuenta de lo triste que ha de ser para un toro bravo pasar cinco años en la dehesa, esperando el momento de saltar al ruedo, para acabar en las fauces de una triste muleta de acompañamiento. También los toros se la juegan en el sorteo.
La estocada final, la que dejó un vacío en mi alma difícil de llenar, fue la de ver a una plaza dispuesta a perdonar la vida de un astado que no lo mereció, por el mero afán del triunfo por el triunfo. El toreo arderá esta noche como si solo fuera un resto más de bullicio fallero. Paren el triunfalismo, o la carcoma hará caer más plazas.
Clausura de la Feria de Fallas: Alberto López Simón indultó a 'Pasmoso' y salió a hombros junto a 'El Juli'. #Fallas2017 pic.twitter.com/wYHM4sSHHh
— Toros (@toros) 19 de marzo de 2017