Durante toda una larga noche, me ha tentado la cobardía de declararme incapaz de escribir a la memoria de Iván Fandiño. De hecho, aún no sé de dónde he sacado este puñado pusilánime de palabras. Ni de dónde sacaré las posteriores. Porque no se puede escribir sobre algo que no se acepta. Y yo me niego a aceptar que el asta de un toro le haya partido en dos. A él. Precisamente, a él. Como si el a veces tan puñetero mundo del toro no le hubiera dado suficientes cornadas. Como si no llevase dos duros años luchando contra los fantasmas de una gesta que sólo ahora que se ha ido toma cariz de tal. Como si el mundo estuviera hoy día sobrado de héroes. A él no. Por Dios. A él no.
Si el toreo es una lucha, Iván Fandiño fue, desde que dijo adiós a la pelota vasca para lanzarse a las capetas de Guadalajara, su General de Infantería. Un soldado romano que luchó contra el sistema. Contra el toro duro. Contra el aficionado obtuso. Contra el adverso totum revolutum que se les viene encima a quienes eligen enfrentar enemigos grandes con un miedo muy pequeño. Iván fue David al lado de un Goliat de hierro cambiante, encaste áspero y pitones astifinos que tantas tardes batió. Su onda, una tizona firme. Alzada siempre con un movimiento pirotécnico, que lo arrastraba tras ella. Que dejaba su cuerpo de guerrero entre los pitones del toro. Y su vida de hombre honrado a merced de las moiras.
Iván fue David, pero siempre acompañado de Néstor. Su apoderado y compañero. Su piedra angular. La otra mitad de un Duo Dinámico al que Fandiño se aferró con lealtad. Porque Néstor siempre se esforzó con denuedo en dirigir la cuadriga robusta e independiente sobre la que el Iván hecho David galopaba las arenas movedizas de un sistema ostracista siempre indispuesto a cualquier mínima concesión. Pero Fandiño encerraba un objetivo claro bajo su engominada cabellera de León de Orduña: el todo o la nada. El blanco o el negro. Sin ápice de conformidad con los tonos grises o las medias tintas. Y para ello se creó una cabalgadura de bravos incontestable. Pérez Tabernero, Cuadri, Palha, Victorino, Adolfo, Guardiola, Dolores Aguirre, Partido de Resina, Carriquiri, Fuente Ymbro, El Pilar. Con ella tomó al asalto las grandes ferias. Bilbao, Valencia, Pamplona, Dax. Rendidas a los pies estoicos de quien siempre fue un torero regio.
Y Madrid. Con una ratio de pesada peluda por tarde. Como la de aquel otoño del 2011. Con un bravo gavira pidiendo leña. E Iván, siempre en David, plantándole cara con pundonoroso escalofrío. La seda verde de la taleguilla hecha jirones. Y los muslos embutidos en tela vaquera por pudor. Bajo el azul jeans asomaba con timidez el oro de los macho apretados del macho torero que hacía sonar los rugidos de Madrid al ritmo poderoso de un estaquillador por momentos marmóreo. Me perdí, ojiplática, siguiendo ese cáncamo plateado que hizo las veces de practicante al endosarme un chute de afición en la vena que hoy me lleva sin lugar a redención de plaza en plaza. Bendito sea, por los siglos de los siglos, ese toreo gallardo.
Cada tarde venteña una oreja. Unos dedos cruzados. Una respiración contenida. Por esa Puerta Grande que se entreabría y se nos volvía a cerrar en las narices. Hasta que un Iván envuelto en teja y oro volvió a transformarse en David para decir «basta». Basta de burlar la muerte con un engaño de trapo. Él tiró la pañosa al suelo para ofrecerle su cuerpo. Su enemigo de Parladé acogió el óbito en unas palas de aturdimiento. Y yo tomé clases de filosofía. Ahí tenía Nietzsche al Superhombre que buscó durante décadas. Aceptando el devenir y enfrentando su propio destino. Catapultado a pecho descubierto contra las astas de un toro. En las que halló la gloria. Su Puerta Grande. Y la mía.
Órdago a grande menos de un año después. Seis toros. Un sólo Iván, apostando por la variedad de encastes y las ganaderías llamadas duras. Un coso venteño lleno hasta la bandera al reclamo de su épica. Un hervidero de ilusiones. Una nueva apuesta nihilista, tras la cual Fandiño comenzó a habitar en la cruz más vergonzosa del toreo. Ninguno de los seis marrajos tuvo una embestida franca para quien esa tarde se jugaba, injustamente, su carrera a una sola carta. «Fandiño, aquí hay toro», le gritó un erudito del 7. Iván dio un paso más al frente, con la muleta atrasada. Cruzándose hasta el non plus ultra antes de volver la cara al tendido (nunca se me irá de la cabeza esa mirada, pesada como el plomo que daba color a su traje): «Y torero», le contestó.
El bicho duró una tanda. Pero vaya si había torero. Aunque muchos no lo vieran. Aunque muchos no fueran capaces de entender que la gesta estaba hecha desde que salió del hotel, dispuesto a encerrarse en la primera plaza del mundo con los toros que nadie quiere. Aunque desde aquella tarde la carrera de Iván quedase sepultada por un sector cerril que no volvió a valorar la heroica que cada tarde se ha gastado en la cara de los toros. Ahí, había un grandioso torero.
Un torero con mayúsculas, que tuvo que fenecer en un pitón astifino para ser ensalzado por quienes hace semanas pedían su cabeza. Tan pedestre como certero es el léxico español cuando dice que, para que hablen bien de ti, sólo tienes que morirte. La rabia me sube hasta a la boca y se me hace espuma. El dolor me da fuste a la pluma y me empaña los ojos.
Pero hay un lugar en el que encuentro consuelo. El mismo en el que Fandiño cruzaba las manos bajo su capote de paseo. Clavaba la mirada en el infinito, desdibujando el entorno. Apretaba la mandíbula hasta que un pequeño bulto se hacía presente a ambos lados de una faz mutante. Pegaba la barbilla al pecho y encajaba los riñones, haciendo bailar su cuerpo con nerviosismo. Hablo de la esquina izquierda del túnel de cuadrillas de Las Ventas. Del rincón de Fandiño. Del rincón en el que Iván se convertía en David.
Me consuela porque él decía que no quería irse. Que quería quedarse en un sitio en el que jamás muriera. Y sé que en ese rincón de la que llamaba su plaza, Iván no va a morir nunca. Ha hundido el suelo. Con la hendidura milimétrica de la plomada testicular del torero que siempre supo andarle al destino con aire desafiante, indubitado e incorruptible. Del toreo que siempre fue David, sin importarle lo grande pudiera ser Goliat.
Descansa en paz, mi torero. Mi referente. Mi héroe.