Cuando iba atardeciendo y el sexto estaba a punto de salir, aquello iba camino de ser un pestiño importante. Ya se sabe, corrida de expectación, corrida de decepción. Uno divagaba mientras Léa Vicens pegaba caballazo aquí, caballazo allí lidiando al quinto, pensando en Diego Ventura, al que quisieron negar el pan y la sal en Sevilla simplemente por decir una verdad evidente: que Bohórquez no es precisamente la mejor ganadería si uno quiere triunfar en una plaza de categoría especial.
Todos los que salieron hoy por chiqueros le fueron dando la razón, uno tras otro. Se quejaba el ganadero de que le habían quitado dos toros en el reconocimiento previo, pero no decía nada de que el primero era un cinqueño que había estado el año pasado de sobrero en Algeciras... Muy bonito de hechuras, un dije, pero mansurrón, que progresivamente se fue desengañando y aquerenciando. Anduvo voluntarioso el toricantano Guillermo Hermoso de Mendoza, que hubo de esperar al sexto para obtener la mayor renta del festejo.
En ese, ya mucho más atemperado el navarro, fue haciendo crecer progresivamente una actuación donde siempre buscó clavar de frente, a pesar de que la falta de celo del astado deslucía la salida de los embroques. Así que para elevar el tono sacó a Pirata, con el que clavó dos rosas que levantaron al público de sus asientos y también un par de cortas a dos manos de lentísima ejecución. Y paseó su primera oreja en Sevilla, albero que nunca había pisado.
Nueve años llevaba sin catarlo su padre, que hasta primeros de mayo anda haciendo cada año su dorada tournée mexicana. En maestro igual que entonces, siempre por encima de sus dos toros, al primero, sin celo ni ritmo, hubo de llegarle mucho, pero el deslucido cuatreño no daba importancia a lo que se le hacía, así que Pablo Hermoso de Mendoza tuvo que ponerlo todo. Manso de salida, hasta el punto de pedirse su devolución, fue el cuarto, al que buscó las vueltas de principio a fin. Lo mató de un rejonazo certero y le pidieron una oreja que no habría tenido sentido ni categoría. Pero es que la plaza estaba muy bizcochona hoy.
Tanto que aplaudieron como si fuera oro el oropel de Léa Vicens, cuyo mejor momento hay que situarlo en su primero, cuando en la banderilla inicial galopó templadamente de costado. Después clavó al violín, porque cada vez que daba distancia aquello surgía desajustado, ligero y a la grupa, pero si sonreía a los tendidos éstos respondían con un aplauso. Se marcó una vuelta al ruedo en el quinto, donde ya empezó a fallar en el primero de castigo, volvió a hacerlo en la primera banderilla y después daba como la sensación de que tiraba algunas de lo despegado que clavaba, aunque pareció entonarse algo más al final. Nada nuevo sobre lo esperado de ella.