Parece que ni al Corte Inglés le entusiasma ya San Valentín. Se le acabó el romanticismo hace tiempo, desde que se conforma con una navidad –en minúscula– random e insignificante. Si prohibieran celebrar el 14 de febrero sería imposible cerrar el proliferante caño de ofendidos ante tal tiranía contra el amor. Esa palabra tan usada en los vocabularios de redes y tan alejada de su verdadero concepto. Más aún cuando las audiencias cuelgan a diario la medalla de oro a los espacios pro rupturas que hacen felices a la gente.
Trazando un paralelismo al espacio entre la defensa y el ataque, como un pase de Guti, la tauromaquia no es que esté quedándose huérfana de romanticismo, sino que su relación con Cupido le costó el divorcio hace años, para mal mayor de la Fiesta y, por ende, de la afición.
Para muchos de nosotros, el torero sigue siendo el último héroe moderno, sin embargo, su figura representativa dentro de la sociedad se ha extinguido. No es que haya gente para la que ser torero sea una profesión más, sino que, a la vista está, ya se permite que comparta rango con asesinos, torturadores, maltratadores, sádicos y demás familia. Lo peor no es que la sociedad lo normalice –que también–, sino que desde el mundo del toro no se haya puesto pie en pared hasta hace cuatro días.
El hermetismo que radica en la comodidad del sector durante tantos años, por no haber sabido comunicar y enseñar la Fiesta de una manera más educativa y menos carca, ha hecho que esos cimientos del sensacionalismo que se empezaban a levantar en la cultura anglosajona, se hayan impuesto sobre las raíces centenarias de un pueblo deteriorando su imagen. Donde verdaderamente nace la cultura. Y digo educativa, porque la tauromaquia rebosa de valores que sí se conocían, pero no se han querido ni sabido mostrar desde el sentimiento romántico que a lo largo de la historia habitó entre sus protagonistas.
Con la lupa más cerrada, nos encontramos con un sistema agrietado, costumbrista y empoderado, en el que también conviven grandes profesionales a los que aún les queda ese halo de afección verdadera por esto, y donde sólo importa el tamaño del billete para saber si pasar por el aro de la integridad: tanto del toro como del espectáculo. Es conveniente recordarlo, por aquello de usar constantemente la palabra 'pureza' en vano, no ceder ante sus propios egos e intereses que equivocadamente les nivelan a la altura de una estrella de Hollywood, para después seguir alabando al personaje cuando éste previamente se merienda a la persona.
La abrupta anemia de afición y desamor en la tauromaquia también se refleja en no poder disfrutar de las figuras de hoy lidiando cualquier ganadería del amplio abanico de nuestra cabaña brava, de una competencia más directa con cualquier compañero del escalafón como así ocurriera en otras épocas, de ver cómo demuestran que su estatus les ha puesto en ese lugar para comprometerse a estar en las ferias más importantes o de que al propio aficionado, que es el que paga, no se le dé voz mientras no dejan de poner la otra mejilla.
La imperante ley matricial de Juan Palomo con los apoderados-empresarios ha hecho que Sevilla se quede en Resurreccion sin el torero –Pablo Aguado– que había reventado la Maestranza el pasado año, despertando la sevillanía en su máxima expresión que tanto ansiaba su afición. El empresario ha demostrado que le interesa más ser apoderado de una figura a que se profane la idiosincrasia de una plaza. Que es lo que ha hecho. El ejemplo más cercano pero perfectamente extrapolable a muchas otras ferias donde los 'noles y los siles', además de en los cromos, siguen valiendo de moneda comercial para confeccionar carteles con tus toreros y los míos.
En las memorias selectivas ya se arrinconan los nombres de todos aquellos toreros, ganaderos, empresarios, periodistas y aficionados que dejaron su huella sentimental en la historia del toreo. Un amplio número de personajes que hicieron valer y conocer la tauromaquia por encima de todo, sirviendo a su vez de estímulo para tantas obras artísticas en sus diferentes ramas.
Resulta doloroso, más que nostálgico, que exista esa orfandad de locos románticos que luchen y aboguen por la Fiesta, mientras otros no dejan de materializarla y siguen hablando de pasión sin ningún pudor. Oh, là là.