En 2008, la España del Sabio de Hortaleza nos daba la Eurocopa de Austria y Suiza. Un AVE desde Atocha llegaba a Barcelona por primera vez. Zapatero ganaba sus segundas elecciones con el agua de la crisis que se acercaba al cuello. CR7 alzaba su primera Champions con el United en la fría Moscú. Mientras que un tal José Tomás, fuera de serie y de abono, regresaba a Madrid para subir a los altares del toreo en la Monumental, en dos tardes superlativas y de una trascendencia histórica. Sus últimos dos paseíllos en el ruedo venteño.
Doce años después, Madrid no es otra. Sigue donde está y es lo que es. A Madrid no la puede cambiar nadie. Madrid siguen siendo los gintonics de los viernes, las cañitas posapartado, el bullicio isidril, la solemnidad de un 'No hay billetes’, la perfección del femenino abaniqueo, la genuidad del 7, las veinte veces «¡Viva España!», la soledad de la piedra bajo un bochorno dominical de verano, los autobuses de palmeros de cuando en cuando o el trasiego de orientales por los hombros de las contrabarreras tras caer el tercero, camino del buffet del hotel. Pero Madrid también es el Alfa y la Omega, el cielo o el infierno, la voz inoportuna, el aburrimiento, el reconocimiento o el «¡póngase en el sitio, oiga!». Mire usted, Madrid es la verdad o la vida.
Sin embargo, lleva doce años huérfana de su torero por excelencia: el 15 de junio de 2008, José Tomás hacía el último paseíllo en Las Ventas, abriendo su octava puerta grande –una de ellas como novillero– después de honrar con su sangre la entrega de la vida frente a dos mansos atanasios del Puerto. Muchos somos los que creemos a pies juntillas que nunca más volverá a pisar el ruedo de la calle Alcalá vestido de luces. Y he de reconocer que hasta hace unos cuatro o cinco años sí creía que pudiera ser posible que lo hiciera, para despedirse definitivamente. Porque Madrid es su plaza. Pero siendo retrospectivos, sus dos últimas tardes dejaron en clara evidencia el todo por el todo de las dos caras de su moneda. Los dos Tomases fusionados por y para Madrid: el triunfo contemplativo del toreo en su máximo exponente la tarde del 5, y la gloria bañada de sangre en la vibrante entrega de la vida que protagonizó diez días después.
En 12 años, a José Tomás le ha cambiado su verdad y no la edad. Se puede decir que es el otro del mechón que no es Antoñete. Nació para peinar canas con honradez, asumiendo el no perdonar del tiempo. En su búsqueda de la perfección constante, sabía que podía ser así. Tras las 7 orejas con cuatro toros en Madrid, fue en 2010 cuando Navegante le hirió casi de muerte en Aguascalientes: el punto de inflexión de su carrera, tres años después de su reaparición. En esta docena de calendarios, por Madrid han pasado grandes toreros y figuras de época.
Es cierto que la herencia al trono de ‘torero de Madrid por excelencia’ reside ahora en toreros como Talavante o más recientemente en Paco Ureña. Aunque, con la realidad frente a frente, nadie es ni ha sido capaz de llenar ese vacío de misticismo iconoclasta, fuera de toda norma, sistema o sociedad estructural dentro del toro, como el que dejó el pasmo de Galapagar como punto aparte en la historia de Las Ventas, en las dos tardes de aquel mágico junio de 2008.