No sé cuántos ojos habría puestos esta tarde en Arles. Lo que sí sé es que los que los pusieran en Baza han sido ciertamente recompensados con una fina y soporífera dosis de bostezos. Justo antes de empezar Emilio la faena al sexto, éste había ido derecho a desnudar las tablas contiguas al burladero de matadores, haciendo subir con cómico pavor a una aficionada que buscaba desalmada el vomitorio. Esa imagen pudo ser ciertamente la definición perfecta de lo que se vivió en Baza: la necesidad de salir huyendo de allí. La tauromaquia es emoción y aquello fue un diástole sin sístole ni dueño.
Una corrida de Román Sorando descastada, sin humillar, desmesuradamente noble, sospechosamente manipulada de pitones y carente de raza, hizo pasar la tarde al público bullanguero, de sábado, que se dio cita en el coso de esta localidad granadina. Enrique Ponce y El Fandi recogieron orejas como caramelos de la cabalgata. Emilio de Justo, pese a su indiscutible entrega, sorteó el peor lote. No el menos bueno de los tres, sino el más malo. Por suerte y por lo menos, la catarsis del indulto no sobrevoló Baza.
Enrique Ponce es el prestidigitador de los ruedos y el terror de los palcos. Las miradas que echa al usía de turno, cuando las orejas están a debate, son ya parte de la parafernalia que lleva implícita en su repetido repertorio. Incombustible, sí, pero de afición y técnica. Lo de torear ya... Dos orejas le dieron del cuarto. Un toro que respondió bien tras el tanteo genuflexo que le propuso el valenciano por abajo, y que se fue desfondando a buchitos. Ponce lo metió en el canasto, como no podía ser de otra manera. ¿Cómo? A su manera, valga la redundancia. Encimándose con el toro, ofreciéndole la salida del muletazo a media altura sin traerlo toreado, empachándose del pico y aburriéndolo –si no le dio 60 muletazos, no le dio ninguno–. Vamos, la 'faena modelo' de Ponce. Por cierto, las dos orejas vinieron precedidas de un pinchazo hondo y un descabello; por si a alguien le interesa...
Del primero se llevó otra. Éste fue el toro mejor presentado de todo el encierro de Sorando, que cantó su buen pitón derecho en el capote, para finalmente acusar una tendencia cambiante en el último tercio. El animal fue a peor, pero tampoco regaló nada. Con las fuerzas justas, todavía el toro quería coger la muleta, aunque esa humillación que había mostrado al principio ya no existía, estaba totalmente difuminada.
El Fandi sonríe siempre que suena el cambio de tercio que anuncia su escena, la que llena, la única en la que destaca. Hasta siete pares puso entre los dos toros que sorteó. Muy vulgar se le vio al granadino con el segundo. Un toro que, sin llegar a rebosarse, se salía de los vuelos con sentido y repetía queriendo coger aquello por abajo. El aire y David no supieron ponerse de acuerdo. Mucho menos si el triángulo del desamor lo completaba un toro con cierta clase por el izquierdo, pidiendo apostar con él en otros terrenos. Nada que no pueda solucionar un puñado de molinetes. Como todo el repertorio que mostró con el quinto, el cual se quedó en la primera tanda. De ahí en adelante, a la faena sólo le faltó que aparecieran los enanos toreros tocando un trombón de varas y haciendo malabares sobre un monociclo. Desplantes de rodillas, con el toro muerto en vida y aculado en tablas, para acabar metiéndole la espada y llevarse otros dos apéndices.
Hoy no le dejaron la bolita de la suerte a Emilio de Justo. El único que paseó la única y más merecida oreja solitaria de la tarde. Frente al tercero. Un animal poco amigo de los caballos –como casi toda la corrida– que no dejó de soltar la cara, teniendo un reponer que le hacía volver sobre las espinillas y no sobre los pies; porque eso de humillar y lo de Sorando de hoy, no hacían buenas migas. Firmeza y entrega la del extremeño, que volvió a decir por qué es matador de toros. Además de por su infalible espada, por su puesta en escena y el gusto para los vestidos con los que traza el paseíllo cada tarde que se viste de luces. Al sexto apenas le pudo meter mano. Con la verdad característica en su quehacer, Emilio salía en su búsqueda tras él. Manso, huidizo y sin presentar batalla en ningún momento. Larga faena que finiquitó cuando escuchó a la banda tocar un segundo pasodoble dentro de la misma faena. La estocada, de nuevo, sin paliativos.