Pocos saben lo que pasa por su cabeza. Mucho menos de dónde sale ese drive con el que le dio a De la Morena motivos más que suficientes para hacer un Transistor a capricho. José Tomás es pupilo dogmático de Sartre. El rostro labrado y envejecido de la generación que antecede a esta modernidad existencial que vacila a la nostalgia de épocas doradas de finales de siglo; el rey del rock and roll de los idiotas que no nos quejamos por vicio; la apariencia ferviente y guadiánica por lares y competencias de poca monta o el vacío que trae consigo la autoflagelación del propio monoteísmo tomasista.
Un torero que huye de quimeras prosaicas y sus medios. El calor del hogar y los tentaderos hace mucho que se convirtieron en oficio de vida, lejos de los ecos de las grandes ferias y la mezquindad del relato oportunista que le atribuye el cliché de Juan Palomo. Lo cierto es que lo es, pero no en ese tono, sino en el que le da su cátedra de torero de época para torear cuándo, cómo, dónde y con quien le dé la gana. Topicazo, sí, sí. Y todo ello siendo un fenómeno menos inesperado que el Gordo; cuando aparece te llevas una gran sorpresa, pero no lo ves venir. De repente se anuncia, revienta la taquilla y la reventa, llega, torea, forma la tremolina y se va por donde ha venido.
Pobre del costado que desee cargar con ese esportón que rebosa triunfos, responsabilidades y tributos a partes iguales –un buen número de ellos pagados con sangre–. Algo que a la vista, sin duda, puede parecer envidiable. Pero al final, lo que rechina y ya no compensa es tener que jugar al pilla-pilla con los miedos meses antes, después de firmar con todas las de la ley una temporada en la que estés dispuesto a salir a morir un noventa por ciento de las tardes. Porque si no es así, se queda en casa. Que es donde lleva prácticamente diez años desde la cornada de inflexión de Navegante; un punto y aparte con triple interlineado en su carrera. Y claro, señor mío, de este modo no hay quien tire del carro... Ahora bien, ahí están sus manoletinas para el que las quiera. Dos años más tarde, por ejemplo y sin querer queriendo, se entretuvo en cortar 11 orejas y un rabo en la histórica mañana de Nimes. El hecho de hacer tan fácil lo sumamente difícil le costó el descrédito de algún hater tachando aquello de postureo tomasista. Qué suculenta fantochada...
El idilio de José Tomás con México nunca ha sido un enigma. Además de por el sumo motivo de portar un 70% de sangre nativa tras las transfusiones realizadas aquel 25 de abril de 2010 en la apocalíptica enfermería de Aguascalientes, se extiende desde su exilio y forja como novillero por tierras aztecas, hasta ser en la propia Monumental de Insurgentes, tal día como hoy, hace 25 años (1995), cuando tomara la alternativa de manos de Jorge Gutiérrez –sustituto esa tarde del Rey David Silveti–, en presencia de Manolo Mejía, con el toro Mariachi de Xajay. José Tomás daría una vuelta al ruedo. El sexto le presentó al polvo y le dio cita para el galeno, al que tuvo que acudir por su propio pie tras dar muerte a ese toro que le había dado una cornada en el escroto. La moneda de la vida, en la primera tarde como matador, ya había caído por las dos caras...
Los noticieros hoy despiertan como un día más. Se disipa la verdad de la actualidad política como de costumbre, el coronavirus lastra la mañana radiofónica del décimo de diciembre con más voces anónimas que advierten lo poco de broma que tiene el puto bicho este, pero ningún o muy pocos medios no especializados caen en la cuenta de un 25 aniversario inocuo para retrotraerse y sentirse afortunado, aunque sea por un momento, de ser coetáneos de un personaje de esta guisa. Para mí, histórico.
El hijo de un dios menor completamente redimido a la voluntaria libertad que le da su hambre y por la que va encajando las últimas piezas del puzzle de su vida como torero “en activo”; las que ahora ve más fáciles de hallar pero aquellas que, sin remedio ni resignación alguna, le acercan al final. Porque sabe que tarde o temprano vendrá una mano sin miedo a cobrarle. Y esa no se anda con cuentos, ni pierde el tiempo, ni viene en balde. Sínkope dixit. Veinticinco años de mitos mal curados. Emociones, cojones y razones que vertebran la trascendencia de un torero de época. El numen máximo que posee la tauromaquia en la pluma, las notas, y el pincel de muchos artistas de nuestro tiempo, probablemente junto a la intrínseca ortodoxia que mana del quejío de Morante.
Al “republicano zar de los toreros" no le asusta el paso del tiempo ni los caminos de espinas que entorpecen su currículum, como haberse dejado un adolfo vivo en Madrid en 2001 o el no haber sido menos perimetral con el sector y sus necesidades. Quizá ni le pese. ¿De qué le valdría? ¿De ser más honrado? Y siendo así, ¿qué ganaría? Él mismo puso fecha de caducidad a su momento allá por 2009-2010 sin desvanecer un ápice de su integridad como máxima figura hasta día de hoy, pese a sus reiteradas ausencias. Lleva más de diez años peinando canas con honores sin mácula, reinventando para sí mismo una tauromaquia copada de pureza, temple y sensibilidad de la que beber buchitos de vez en cuando; de esos que tragas despacio, de los que no hacen daño una vez al año. O dos, si estamos en racha.
Sólo ha sido esclavo de esa verdad que reza que cuando algo está para ti, ni aunque te quites, pero cuando no lo está, ni aunque te pongas. Teclear 'José Tomás' pesa hasta para hablar mal de él; torero poderoso, apabullante, de infranqueable independencia y capaz de hacer revivir en varias tardes una segunda juventud a leyendas del toreo como Dámaso González o Paco Camino. Junto al Niño Sabio de Camas devolvió en 2009 su Medalla de Oro de las Bellas Artes por voluntad propia cuando ésta fue otorgada a Francisco Rivera Ordóñez. Veinte Puertas Grandes de Madrid entre los dos. La Beneficencia del 70 en la retina, el 5 y 15 de junio de 2008 en el corazón... Auténtico papel timbrado.
José Tomás es un epíteto del valor y la pureza; la ranchera que hubieran querido y nunca pudieron escribir José Alfredo y cantar Chavela Vargas. Ha vuelto una y otra vez a la cara del toro sin mirarse los trazos que dibujan en su cuerpo cartas de navegación, mapas trascendentales diseñados por pitones cincelados que buscaron un destino funesto para convertirlo en leyenda sin vida; en leyenda muerta. Un destino nada cómodo para cualquier ser humano, menos para aquel que cree que morir entre las astas de un toro es un honor. En cualquier caso, todo ha cambiado. 25 años como matador de toros reventando taquillas, reventas y portadas; 45 los que dicta un DNI sobrepuesto en un relicario de recuerdos que luce entreabierto a la espera del adiós definitivo de un samurái que para desgracia de muchos envainó hace tiempo su catana.
Pese a todo; hoy, mañana y siempre: ¡larga vida al rey del rock and roll de los idiotas!