Una mansa, malísima, topona, peligrosa y correosa novillada de Rocío de la Cámara intercalaba el ciclo de matadores del serial miguelino en la Maestranza, antes de la llegada de los pupilos de Ricardo Gallardo. Encierro desigual de hechuras y similar por parejos derroteros de agudizado descaste y mucha mala baba que terminaron por marcar desde la salida del primero la deriva hacia la que iba dirigida la tarde.
Entre la antología a la verónica de Juan Ortega y la verdad de Emilio de Justo, Jorge Martínez asustó al miedo en la plaza de Sevilla con un lote borracho de peligro sordo, cobrando a pares, mandando al hule a uno de sus peones con un tabaco por debajo del abdomen y teniendo claro algo que a todo el mundo ha puesto de acuerdo, y ese algo es que quiere ser torero. Calerito daría una vuelta al ruedo tras creerle a un 4° que lo cogió en el inicio de faena y el cual le acabaría regalando las únicas, mejores o menos malas, embestidas de toda la tarde.
Jorge Martínez existe pero parece que no está. Pasan las ferias y sólo oyes hablar de tres o cuatro novilleros –muchos con demasiado exceso de eco–, pero su nombre rara vez aparece de una en sus corrillos; en los del taurineo. Quizá porque no le lleva este uno y no lleva en su cuadrilla a este otro: cameros, de hacer la cama, que no paisanos de Curro. Muchos se ponen medallas y cuando acaban de herir a un compañero no hacen ni el ademán de saltar del callejón a ver si está bien, no digo ya socorrerle... En el pecado bien llevan la penitencia.
Tremendo derroche del murciano el día de su debut en la Maestranza con un lote venido de las mismas fauces de Satán. Venía cobrado del quite al segundo de Diosleguarde por dos veces, que no le valió para porfiarle a su primero: un animal astifino, acodado, amplio de cuna pero sin descaro, con el que tragó lo indecible cuando su impávida firmeza de plantas decidió quedarse atornillada al albero del Baratillo, mientras por la bragueta pasaban sin discreción miradas y derrotes disfrazados de falsas embestidas. Valor seco y una entrega desmedida frente a un marrajo que obraba como el novillo de su presentación en Sevilla.
Lo que pasó frente al sexto fue una odisea que afortunadamente terminó tomando la buena decisión de irse a por la espada, después que ese colorado cabrón esperara hasta el último segundo a Juan Rojas en la salida del tercer par, propinándole una cornada debajo del abdomen. Aquello era la ira y el destartale hecho novillo, saliendo siempre con la cara a la altura de la hombrera viniéndose siempre por dentro.
Alba fue esa pintura sarda que ensortijó la Maestranza con su presencia y hasta ahí. Un novillo cuajado pero alto de manos que no quiso humillar en el percal de un Calerito con intenciones de obrar con pulcritud en buena lid con él, y al que acabó desengañando segundos después cuando se quitó el palo de un plumazo habiendo cruzado la vista un par de veces. La embestida, que se hacía descompuesta, rebrincada, pasota, altiva, ingobernable, terminó por desordenar un algo en la muleta que ni el propio novillero sabía lo que era.
Con la miel en los labios y de una espada más certera se quedó cuando entraba con resignación al burladero después de dar la vuelta al ruedo tras la lidia del 4°. El arrebato había llevado al sevillano a esperar a la puerta de toriles al segundo de los dos novillos de Cortijo de la Sierra que remendaban el encierro de Rocío de la Cámara. El utrero había hecho sonar el estribo como todos sus hermanos, pero Juan Pedro sabía que algo tenía que decir una vez recompuesto del trance que prologó su faena, cuando el de Rocío se le vino hacia él, tras quedarse demasiado descubierto en un muletazo genuflexo. El sevillano, descalzo y algo ensimismado, volvió a la cara del novillo a robarle un ramillete de muletazos por ambas manos, con gusto y temple, levantando los oles y los acordes dormidos del maestro Tejera. El acero caería hasta la mitad, desprendido y atravesado, motivo para no pasear esa oreja que sí le pidieron.
Trabajo perdido el de Manuel Diosleguarde con un lote manso, desfondado y muy deslucido que no dejó al salmantino más que mostrar sus buenas maneras y ese trazo largo y diferente al de sus dos compañeros pero de escaso ajuste, en un par de buenas arrancadas que le regaló el segundo. El quinto se le quiso echar delante; ya le había pedido la muerte en el segundo intento de muletazo.