Salía Dávila Miura hablándole a Nacho Moreno de Terry de “buen bajío”. Por mi izquierda, Pepe Luis Vargas -apoderado de Juan Ortega- se abría paso entre un mar de gente para encontrar el face to face tras el cristal tintado de la Mercedes de Morante, para darle la enhorabuena o postrarse de rodillas, quién sabe, ante quien para él y para muchísima gente es ya el mejor torero de la historia. Sevilla quería que octubre le devolviera un Abril soleado y robado por sabinizado entre luces de bohemia con una tarde para un torero que rasgase en dos el velo del templo maestrante y reventase la feria, la tauromaquia y la vida. Sin sucumbir al pragmatismo supersticioso de los grandes escenarios, alrededor del mediodía y nada más bajarme del AVE me presenté de amarillo delante de la Puerta del Príncipe con la maleta. El Paseo de Colón era un hervidero de reventas que miraban de reojo y ofrecían un tesoro revalorizado con el chance de poder vivir una verdadera tarde de sol y moscas que un genio, un héroe, un torero para la historia, quiso que fuese eso: HISTÓRICA.
La Maestranza sonaba a delirio, los olés exigían extirpar tímpanos huérfanos que, una vez visto aquello, no se vendían al mejor postor: se regalaban. Cada segundo una letanía, cada suspiro de grandeza una levantá que se agarraba al pecho como un catarro mal curado, asfixiando cualquier duda envalentonada que porfiase con lo que Morante, ahí abajo, estaba dejando escrito para la eternidad de la tauromaquia en general y de esta plaza en particular. Las yagas estaban en carne viva, pero allí no había un solo incrédulo que se atreviera a meter los dedos. Jamás mis ojos vieron antes algo parecido.
Morante había logrado sacar a sus dos compañeros y a toda la plaza de la tarde, tras esa faena histórica al cuarto toro de otra inválida y descastada corrida de Juan Pedro. La Maestranza ni se enteró de los tres naturales rotos que le regaló el sosito remendón de Parladé que hizo 5º a Juan Ortega. La solemnidad de la obra cubría todo el ancho desde Nervión a Triana, noqueando al Baratillo con una fuerza divina que vaya usted a saber de dónde vino. El recibo resultaría obra de orfebrería cuando el monstruo cigarrero se postró de hinojos para saludar con tres chicuelinas afaroladas o tres faroles achicuelinados, hilvanando de seguido un ramillete a la verónica que hizo temblar los cimientos de la plaza de una. La catarsis colonizaba a Sevilla por momentos. El quite por tijerillas de otra época y la réplica de Juan. Pero las protestas iban en aumento cuando el juanpedrete volvía a comer polvo por quinta vez, perdiendo las manos dentro y fuera del peto.
Si el presidente confió en el toro para no cambiarlo, Morante venía de Lourdes de poner dos velas para ayudarle a creer. Fue él quien por alto, rodilla en tierra y barriendo el lomo, ayudaría al toro a salirse hacia fuera con mesura y torería. Una tanda le aguantaría en redondo por el derecho antes de echarse otras tres veces más, pero la Maestranza ya era enemiga de los silbidos que protestaban la invalidez del toro: si Morante creía, ella creía. Con la tela ya en la zocata y sorprendentemente metido perfectamente entre los pitones, el de La Puebla hacía añicos el tarro de un óleo dorado que pintaba naturales con media muleta sobre el lienzo maestrante, llevando el trazo a las costuras del alma. Y así, de uno en uno hasta llegar a ocho, pervertía de locura bendecida y arrebatada a una plaza rota que se postró a los pies de un genio, antes y después de que el juanpedro se lo echara a los lomos tras la negativa de Morante a soltar la muleta cuando se la piso, ante tal atronador manicomio. Tres de frente a pies juntos valdría como epílogo final de una magnifica obra que olía a rabo desde el cabo de Palos, pero que la Maestranza no lo llegó a pedir en ningún momento, y que se esfumaría tras una estocada caída pero entregada; pasaporte directo y evidente hacia las dos orejas.
Abrió plaza otro inválido que aguantó el presidente –bendita paciencia– y con el que Morante no terminó de gustarse ni a sí mismo. Aquello no humillaba pero al monstruo también se le hacía cuesta arriba buscarle las vueltas para templarlo por bajo. Quien sí se las buscó y la Maestranza se dormirá hoy sin haberse enterado, es Juan Ortega al sosito y descastado 5º de Parladé con una trabajada faena en la que hubo tres naturales rotos y de frente que se harían mudos para una parroquia ensimismada con el suceso del toro anterior. Sin embargo, con el segundo –también inválido– bien supo Sevilla cómo verter sobre el trianero su genuino calor cuando el buen toreo brota en el centro de su ruedo. El de la firma, el trincherazo, el pellizco del molinete y su gracia, ayudaban a Juan a enarbolar el inicio de una faena de tiempos, distancias, escasez de toques y esos vuelos que ordenaban las yemas de esa mano izquierda que viajaba al final de la cadera tras el cite con las zapatillas haciendo frente a los pitones. A esa faena le sobró el pinchazo, la estocada caída y la última tanda con el toro más que rajado, porque Sevilla, definitivamente, había consagrado a otro torero.
El escalofriante valor en el inicio de rodillas de Roca Rey al 3º que echaba la cara arriba, no bastó para convencer a un público que ya en su última tarde se aburrió de cantarle olés a las norias del toreo moderno por el que mata. El bajonazo tampoco es que ayudara mucho. Con el sexto, la bragueta se haría de hierro aguantando arreones por dentro de un flojo manso que le advirtió con echárselo a los lomos tres o cuatro veces.