Cuando Emilio de Justo se despertó aquella mañana convencido de aceptar la propuesta de Plaza 1 declinada en Otoño, de encerrarse en Madrid en solitario, era plenamente consciente de la responsabilidad, del miedo, de la repercusión del triunfo y la del fracaso, pero también de que hay momentos en los que a un torero, se encierre o no con seis toros, le puede tocar saborear las hieles y no las mieles, como hoy ha pasado. El matador extremeño quería citarse con la historia en la primera plaza del mundo para devolver el cariño que Madrid siempre le ha brindado. También porque sabía que está en un momento en el que los toros bailan lo que él les toca. Pero la moneda cayó boca abajo. Apenas media hora después del inicio del festejo, Emilio de Justo era prendido al entrar a matar por el primero, de Pallarés, sufriendo un fuerte traumatismo cervical -como así rezó el primer parte facultativo- tras una feísima caída que trajo consigo el golpazo de la cabeza contra el piso. Ahí no quedaría el susto pues, una vez a merced del toro, éste lo levantó de nuevo hasta ponerlo en pie, con el pitón derecho perdido entre la chaquetilla y la camisa a la altura del cuello. Un milagro que se quedara en eso, en susto.
El silencio sepulcral del que quedó prendida la plaza cuando el “speaker” entonó por megafonía las palabras ‘atención, por favor’, fue impactante. El jarro de agua fría vendría dos segundos después, cuando los peores presagios se hacían realidad: “Emilio de Justo no podrá continuar la lidia. La corrida sigue adelante a cargo del matador, Álvaro de la Calle”. La decepción fue mayúscula. Emilio había metido 20.000 personas en Las Ventas y todavía quedaban cinco toros en chiqueros. Pero ahí había un salmantino con veintitrés años de alternativa, cuarenta y siete de edad y su orgullo torero para hacerse cargo de cinco toros en Madrid: con sus carencias, con su falta de rodaje en plazas tan importantes en las que sólo actúa de sobresaliente o con lo inoportuno del momento, sin duda, pero ahí había un hombre que dio la cara y no se la volvió en ningún momento a una tarde que daba la vuelta al tapete del sino de Emilio de Justo en la primera mano de la partida.
Minutos antes de salir del Wellington enfundado en un catafalco y plata de estreno, Emilio de Justo colgaba una foto del altar de su habitación presidida por otra de su difunto padre besando la Décima. Hacia él fue a parar ese largo y sentido brindis al cielo del primero, de Pallarés, antes de echarse el paño a la izquierda y empezar a torear con los vuelos sin titubeos ni prólogos de medio pelo. La caldera venteña prendía más de 20.000 gargantas que se rompían al unísono en el olé roto de Madrid; de ese Madrid que presentía una tarde de triunfo antes del fatal desenlace. El racimo de verónicas con las que abrió la tarde, sobre todo dos por el pitón derecho, fueron de aquella manera...
La calma se apoderaba de un Emilio que se enfrontilaba y sorbía cada embestida como el mejor de los zumos de un recreo, mimetizando el hocico Buendía de Romero al vibrante diapasón de esa zocata muñeca que levantaba una inclusa en el envés de la cadera. El toro estaba sin picar tras un puyazo corrido. Por el derecho, el cárdeno se iba dos cuartas más allá y Emilio, imperando su mando sobre él, bajó la mano hasta el averno para correrla hacia atrás en un trazo de media muleta. Hubo dos que pidieron voluntad de hierro para asimilarlos después de oír rugir a Madrid... Una tanda más tardaría en echar la cortina, cuando en el tercer muletazo se rajó hasta en dos ocasiones. Momento en el que Emilio aprovechó la querencia hacia tablas para epilogar la faena con otros dos naturales y una ristra de trincherillas antes de irse a por la espada para dar muerte al primero y único de toda la tarde, después de una voltereta tras ejecutar la suerte que trajo consigo una feísima caída con la cabeza sobre la arena. Los gestos de dolor se hacían patentes, pese a que la movilidad de las extremidades no parecía afectada, ni portaba cornada aparente. El parte médico terminó por confirmar una lesión cervical muy grave que le apartará de los ruedos un largo tiempo, con temor a pensar, en palabras del Doctor Hevia desde La Fraternidad, en un corte de temporada. Aunque habrá que esperar.
Caía con fuerza el sol y la noche se abría camino en Madrid cuando Álvaro de la Calle abandonaba la plaza de la mano de su hija y su mujer. Posiblemente para él no exista mayor puerta grande que esa. El trance que dejó ensimismada a la Monumental había que darlo la vuelta. Hacer entender a esas 20.000 personas que habían pagado una entrada por algo. No era el torerazo que acaban de trasladar al hospital, pero sí un matador con agallas, casi con medio siglo de vida y un corazón de aficionado señorial. Como el respeto por su profesión.
La papeleta no era chica y el chulo de toriles anunciaba la salida del segundo de Domingo Hernández, soso pero con clase, con el que poco o nada pudo decir más allá de irse a recibirlo de hinojos a portagayola. Victorino volvía a arrancar palitos de la corona de la A hasta que logre dejarla desnuda en la plaza que les dio el nombre que hoy tienen: un toro serio de cara pero mal hecho, falto de remate, con mucho cuello, mucho azúcar y sin nada de fuerza. Pues eso... En el apartado me quedé enamorado de las hechuras del victoriano; en la plaza me partió el corazón. A mí y a las otras dos decenas de miles de personas que gritaban de placer cuando la alegría del tranco de Duplicado se fue hasta tres veces de largo al caballo de un grandioso torero como es Óscar Bernal, con la cabeza bajo el estribo. La atronadora ovación fue un clamor. Arruga y Revuelta con los palos, Chacón con el de brega o la perfección escenificada de la lidia a ese toro al que se le dio la vuelta al ruedo con honores, como la dio De la Calle para recoger un poquito de calor en una tarde de tanto escalofrío y como la hubiera podido dar la cuadrilla de la mano de Bernal si hubieran querido. También porque, aunque no lo cuajó, le sacó muletazos por ambas manos de bella factura, sintiendo el toreo y Madrid sabiéndolo ver. Que digo yo que es en lo que consiste esto, ¿no? Duplicado se rebosaba en su embestir. Duplicado se entregaba al engaño de su matador como Jesucristo ante Caifás. Duplicado tenía las llaves del paraíso y, por supuesto, la eternidad del toreo. Los honores de la vuelta fueron categóricos. Un toro de bandera para una plaza que sigue rendida al momento que vive el hierro de Victoriano del Río.
El de Palha no sirvió. Se durmió debajo del peto y le costó humillar hasta el punto de únicamente descolgar cuando le cogió al matador al entrar a matar. El de Parladé, el toro escoba, tampoco dijo mucho más en las manos de un Álvaro de la Calle al que ya le pesaba la tarde -y con razón-, pero no el orgullo de haber matado cinco toros delante de 20.000 personas en Las Ventas, sintiéndose por momentos muy torero. ¡Que le quiten lo toreao!
Ficha del festejo:
Monumental de Las Ventas. Domingo de Ramos. Casi lleno en tarde apacible con rachas de viento. Se lidiaron toros de diferentes ganaderías (Pallarés, Domingo Hernández, Victorino Martín, Victoriano del Río, Palha y Parladé). Destacó el 4º, Duplicado de Victoriano del Río, premiado con la vuelta al ruedo en el arrastre.