La primera del ciclo continuado maestrante se vio pintada bajo un cielo azul y unos colores propios de la preferia a la que tanto se ha querido volver… y se ha vuelto. La realidad fue que los areneros no tuvieron que arreglar los terrenos de los medios mientras se lidiaba una brava corrida de Santiago Domecq. Saquen conclusiones.
La tarde comenzó torcida cuando el primero se partió el pitón derecho. El sobrero tenía unas hechuras maravillosas, dentro de lo que siempre ha saltado al ruedo dorado hispalense. Para lo que sirvió, vaya trago pasó José Garrido. El negro se lo quedó todo para él y el extremeño no tardó en comprender que la ‘chicha’ de aquello estaba en tirar desde abajo con él, pero nunca terminó de tomar vuelo. Un compromiso que le fue reconocido. El cuarto fue una pintura, un sardo de manos cortas y de seria estampa. Garrido no le dudó en ningún momento y vio claras sus opciones. La virtud estuvo en aprovechar cada embestida y en cada momento justo. El error y posterior incógnita fue la mala elección de terrenos. Los pases de pecho fueron verdaderas estampas y carteles de toros, plenos en garbo y torería. Vaciados en la hombrera contraria. La oreja cayó tras una media estocada. Buena tarde de Garrido en Sevilla.
El jipío que pegó el cielo diez minutos después de que Galdós pasaportara a su primero fue de cualquier manera. Joaquín obligó sin necesidad al colorao en el inicio de faena y lo amasó como pudo para quedar el trasteo en pura superficialidad. Para el quinto, más de una película que ya se vio en el tercero. El toro, con reminiscencias claras de una rama evidente de sangre Nuñez, se empleaba en cada acometida. Erró en el inicio de faena con unos doblones innecesarios y erró también en terrenos. Lo hizo todo entre la primera y la segunda raya para pena del aficionado que desde el tendido veía tan claro el posible éxito en los medios. Para rematar un desafortunado planteamiento, se empeñó en mostrar al toro dándole metros en el cite.
Las mediocridades quedaron fuera de lugar en cuanto Chismoso saltó al piso de la Real. El hambre voraz por comerse la muleta de Alfonso Cadaval maravilló a la Maestranza y estremeció a los presentes. Iba y venía con casta, empujando con los riñones y metiendo la cara hasta el final. El sevillano corrió la mano como pudo, llenando las gradas y tendidos de unos olés faltos de rotundidad, de esa respuesta apabullante que hay ante una gran faena. Se gustó en los remates para acabar cortando una oreja que supo a poco. Gloria a los toros bravos. El sexto, serio como él solo, regaló también enclasadas embestidas a un Cadaval falto de ambición en cierto sentido (que se me entienda). Estuvo y quiso, pero le faltó enfadarse.