Uno se hace 600, 800 o incluso 1.000 kilómetros para ver algo distinto. Algo que merezca enormemente el sacrificio. Y esa diferencia sideral, sin nadie que sea capaz de igualarla, solo la marca José Tomás. La gasolina no está como para darle de comer al coche así como así. Si sumamos comida y la entrada del festejo, el día te sale por un ojo de la cara. No hablemos ya de las horas de sueño robadas de cara a un lunes de perros. Pero JT, ese que muchos encumbran (encumbramos) como poco menos que una deidad, bien merece cualquier esfuerzo. Los hay que peregrinan (peregrinamos) allá donde torea, como si de una visita a tierra santa se tratara. Es una religión en la que la doctrina no suele fallar. A veces hay que ver para creer, y con JT es relativamente fácil ver. Lo ha solido ser, al menos.
No lo fue en el regreso en tierras jienenses. Tres años esperando una nueva teofanía con toda la ilusión del mundo y con las pilas a tope, y ésta perdió todo el aura mística para pasar a ser algo muy terrenal. Muy muy terrenal. Por momentos (se viene opinión muy personal), me pareció estar viendo a cierto torero de Barajas y no al Dios en el que creo. Si JT pierde lo que le ha hecho eterno, que es ponerse en los terrenos que se convierten en lava, es uno más. Si JT no va mucho más allá del pitón contrario nada más empezar faena y no con el toro ya en el desolladero, es uno más. Si JT no para, templa, manda y remata atrás, es uno más. Si JT no hace el toreo hondo y puro, es uno más. Si JT no es JT, es un ser terrenal… Y eso fue en Jaén.
Con ayudados por alto recibió al suelto de Victoriano del Río (¿era el mejor inicio posible? No) para después dejar tres remates por abajo de una hondura superlativa. Posiblemente, lo mejor de la tarde. Alternó por ambos pitones sin demasiada brillantez en tanto y cuanto el animal se sintió podido, porque acortó el viaje en cada viaje. JT estuvo acelerado y sin terminar de acompasarse con la incierta embestida del burel de la vacada madrileña. Efímero parlamento y de poquito jugo que llevarse a la boca. La estocada, al sótano, y el descabello de dudosa ejecución.
Peor todavía fue el segundo capítulo. Descaradamente anovillado el de Álvaro Núñez, feo como él solo, infame. Inicio genuflexo para cuidar (qué pena) el poco fondo del inválido, que no podía ni con su alma y que embistió a la defensiva al dejar claro que no quería pelear en buena lid. Todo lo dispuesto, fuera de sitio, atropellado y sin el más mínimo lucimiento. Ni el toro valió, ni el torero demostró.
Ajustadísimas saltilleras para meter al público en en el tercer episodio, que no mejoró el precedente. Toro insulso, adalid del descaste y la falta de fuerza. Y un torero sin claridad de ideas, sin recursos y, lo peor de todo, sin ponerse donde nadie se pone. Lo que él hacía. A base de un arrimón sin sentido entre los pitones con el toro ya derrengado, sacó algún pasaje al natural que el público compró con entusiasmada alegría. Los hubo, con muy buen criterio, que recriminaron la concesión del trofeo y, sobre todo, las maneras del de Galapagar.
Cerró tarde el de Juan Pedro que, quién lo iba a decir, fue el más potable del pírrico conjunto. Lo saludó por delantales muy corrientes para después quitar por tafalleras y gaoneras de poca pulcritud. Se entonó con la muleta, sobre todo al natural, dejando los mejores retazos habidos y por haber, con cuentagotas, eso sí, ante la movilidad desclasada del oponente. JT, en la versión mínima que se le puede exigir a un torero como él. Con la diestra rubricó algún curvilíneo rematado en los infiernos que supo a gloria. El cuarto salvó la honra en una tarde decepción general.