Por el piton derecho
Vicente Carrillo Cabecera
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«El que reventará la Maestranza esta tarde»
OPINIÓN | Con la firma de Darío Juárez

«El que reventará la Maestranza esta tarde»

Darío Juárez

No era el Westin pero al menos tenía una azotea coqueta para pasar la resaca. En lo que hacía tiempo para el check in, me dio para comprar las crónicas del sindiós del jueves de Julián con Ateo III; tomar café en El Cairo sobre las once y cuarto, después de rechazar con toda mi gratitud un whisky maltés a un aficionado vasco - francés; pasear mi contragafe con aplomo y sudadera amarilla por delante de la Maestranza; y que me leyera la mano una gitana tras un previo micro conflicto interno entre la curiosidad y la gilipollez más absoluta, sabiendo que cinco pavos ya me había levantado antes de hablar. Finalmente fueron diez.

María, como así se llama esta canastera del barrio del Arenal, además de ligar con celo una retahíla imposible de interrumpir en la que sorprendentemente llegó a acertar con precisión exacta en varios temas -hay testigos-, era capaz de traerte vivo al que vivió de amores, convertir al cristianismo a Robe Iniesta o soltarme, sin previa conversación, que yo estaba allí “para ver al que reventará la Maestranza esta tarde”. ¿Quién? “Dímelo tú, que has venido a Sevilla sólo para verlo”. 

Desconozco si la casualidad, el contragafe de la sudadera o la labia lotera de María así lo quisieron, pero bien sabe Dios que me acordé de ella cuando el 4º echó pie a tierra y dirigí la mirada hacia la ramita de romero que me custodiaba el bolsillo de la camisa. Porque Morante fue el “trae, anda, déjame que lo haga yo” de tu padre, cuando con seis años intentas sin éxito abrir la botella de champán en Nochevieja. Y no es que algunos murieran por la boca resucitando a Belmonte en Juan Ortega, antes o después del lío gordo que le formó al 2° con capote y muleta, sino que el de La Puebla se empeñó en sacar a todo el mundo de la corrida cuando todavía quedaban dos toros por salir. Perdónenme, pero eso es de genios.

Morante tenía el pasado por delante y un trozo de la luna entre el chaleco y la camisa. Su voluntariosa prestancia quiso ser la impúdica niñera experimentada que castigase el fervor de la pureza de uno (Ortega) y las comparsas de alharacas del otro (Roca Rey), cuando de aquella zocata brotó el maná valeroso y arrebatado del bien torear, frente a ese inválido juanpedro que le acabó prendiendo en mitad de un irrefrenable trance de torería tras pisarle la muleta. La estocada, la catarsis entre vías de locura, y Sevilla, a sus pies: La Maestranza sonaba a delirio. Los olés exigían extirpar tímpanos huérfanos que, una vez visto aquello, no se vendían al mejor postor: se regalaban. Cada segundo una letanía, cada suspiro de grandeza una levantá que se agarraba al pecho como un catarro mal curado, o la manera en que Morante me obligó a contarlo en la crónica de aquella noche.

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