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Si Gallito hubiera sido ministro de Cultura
Opinión | A vueltas con el trato del Ministerio

Si Gallito hubiera sido ministro de Cultura

Darío Juárez

José merecía más allá que la gloria de Talavera. Gelves no había dado un erudito para morir con 25 años. Los homenajes por el centenario de la tragedia del 16 de mayo de 1920, no muestran otra cosa que la importancia de su figura a lo largo y ancho de un siglo. Muchos de sus últimos coetáneos, antes de su partida, argumentaron que no ha habido ni habrá torero igual. Dentro y fuera del ruedo. La sangre de los Ortega estaba bendecida para que el último eslabón de la dinastía gallista hiciera imperial la fiesta de los toros. Realzarla de importancia social y expandirla llevándola por todos los rincones para dar a conocer ese excelso contenido cultural y artístico que tiene. En definitiva, las razones por lo que moría y murió Gallito.

Su torería empapaba España de profetas. Esa astucia mezclada con una divergente inteligencia sobre el resto le hacía ver que, pese a ser padre de la Edad de Oro, el toreo debía evolucionar. Abrirse a nuevos aficionados, rejuvenecerse, llegar a más gente. Y en general, toda la trascendencia de su existencia, que bien hubiera valido un gran Ministro de Cultura.

Un hombre incapaz de soslayar sus raíces, no sólo las del toreo. A Gallito le lloró Alberti, Machado, Gerardo Diego o el bueno de Lorca, a quien su cuñado Ignacio (Sánchez Mejías) se empeñó en que conociera. O Bergamín, que le llamaba ‘el Mozart del toreo’. A Gallito le pintaron, le bailaron y le cantaron. La primera su madre, la señá Gabriela; hija del matarife del Barrio de Santa María y cantaor gitano, Enrique Ortega. Se hacía imposible huir de ese enjambre de artistas; a José se le caía la cultura por los costados.

La educación de Gallito jamás le hubiera hecho menospreciar ni reírse de cualquier sector de la cultura de España, como ahora pretende Uribes y varios ministros más del Ejecutivo que gobierna este país. José era consciente que la suma de todas sus ramificaciones sería la riqueza imprescindible que necesitaba el futuro de España y, por ende, el de la Fiesta de los toros.

Por aquel entonces, no había tintes políticos de rojos ni fachas que pudieran apropiarse de la Fiesta, ni que la defendieran únicamente a cambio de votos. Todo lo guiaba la emoción y el romanticismo por un rito único y patrimonial. Por aquel entonces, Belmonte toreaba y el Gallo mandaba. Juan veía tan abismal la inteligencia de José, que obedecía todo lo que el de Gelves propusiera. Joselito proponía, disponía y nunca descomponía. Ni los toros lo lograron, a excepción del burriciego Bailaor. Por aquel entonces, los toros eran la Fiesta más culta que había en el mundo, decía Federico.

Si José levantara la cabeza se ahogaría en su propio valle de lágrimas. Un torero de la luz vería una Fiesta en tinieblas: su mayor pasión por la que entregó su vida reducida a los escombros y cenizas de los intereses de un sector aletargado hasta hace dos días. Y de una sociedad idealizada en contenidos Disney, compuesta por sensibloides totalitarios que quieren acabar con la cultura del toro, simple y llanamente porque no les gusta.

José hubiera puesto a la tauromaquia en el sitio que merece y donde nadie debería haber dudado de moverla jamás. Además de un empresario fascinante, conocedor de las necesidades de la Fiesta, Gallito hubiera sido un inigualable Ministro de Cultura; atento, leal y dispuesto a evocar y defender las raíces del país que representa sin tirar por tierra el pan de nadie. Quizá también era otra época y estoy de acuerdo con eso.

Sin embargo, ahora nos toca desacomplejarnos a nosotros. Por muchos Uribes, Guiraos y Maxims Huertas -semanales- con los que nos toque lidiar y convencer de que la palabra toro no debe ni tiene que ser tabú para la sociedad. La cultura de este animal ha traspasado fronteras dejando una huella imborrable en la historia de España que, para beneficio de la riqueza estructural de nuestro pueblo, sigue a día de hoy.

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