Parece que fue ayer cuando estábamos llorando con el "pobre de mí", y de pronto nos encontramos ya subiendo el penúltimo peldaño de la escalera sanferminera. Esa escalera que nos acompaña en la cuenta atrás, haciéndola más llevadera con sus cenas y sus encuentros, la escalera de la amistad y del miedo. 6 del 6, cuando subamos el último escalón, un cohete romperá el cielo pamplonés y, con él, hombres y bestias volverán a danzar por las empedradas calles del Casco Viejo de Pamplona.
El Encierro no sólo son seis toros, seis cabestros y dos mil hombres y mujeres corriendo por esas calles de ensueño. No, el encierro es pasión, lealtad, amistad, amor, pero sobre todo es familia, la gran familia del encierro, formada por personas que comparten tu misma pasión, tus mismos miedos, tus sueños y tus anhelos. Compartir esta espera junto a ellos hace de la escalera una de las esperas más bonitas que puedan existir.
Un buen amigo me comentaba que el miedo comienza en el momento en el que empiezas a pensar que San Fermín está aquí ya, cuando te lo crees. Así pues, a falta de un mes para que llegue ese primer encierro, los corredores se enfrentan a la encrucijada de canalizar ese miedo en una fuente de determinación y valentía, o permitir que los consuma en la incertidumbre. El reloj avanza implacablemente, y cada día cuenta en la imparable batalla entre la emoción y el temor.
Y es que hablar del miedo es hablar de muchas cosas. No sólo es el miedo obvio al rey Toro, es el miedo también a que tus compañeros y amigos de carreras salgan ilesos, el miedo a que tus seres queridos no sufran, a no causarles ningún dolor, el miedo a no estar a la altura en el momento crucial, el miedo a fracasar, el miedo a no verlo claro, a no fluir, el miedo a que las piernas no funcionen, o que sea la cabeza la que te frene en el último momento, miedo a no dar esa última zancada al centro de la calle.
Miedo a la integridad física propia, pero también por la integridad de los compañeros, miedo a no saber reaccionar con rapidez y precisión ante una situación de peligro, o ante un percance a tu alrededor, ansiedad por no poder controlar el entorno caótico del encierro, el temor a decepcionarse con uno mismo; el temor de verse a uno mismo descubierto, sin máscaras, porque, como dice mi amigo: no le puedes mentir al miedo.
Un mes, sólo queda un mes, las noches se hacen más largas, aunque en realidad sean más cortas; los días pasan más rápido, aunque en realidad sean más largos. Junio, mes de soñar despiertos, de tener pesadillas en el frágil duermevela cuando al fin se roza el sueño, mes de nudos en el estómago, de sudores, de temblores, de pensamientos recurrentes... mes de incertidumbres, mes de cuestionarse todo: ¿seré capaz de mantener la compostura cuando tenga al morlaco a pocos centímetros de distancia?, ¿seré capaz de tomar las decisiones adecuadas en cada momento?, ¿seré capaz de dar ese paso de más, de ver ese hueco, de moverme con la suficiente rapidez, agilidad y precisión? Pero, a su vez, todos estos temores e incertidumbres son más llevaderos al pensar en las recompensas que el encierro brindará: los abrazos de verdad de antes del encierro, el reencuentro con los amigos, los abrazos de alegría de después, los almuerzos, las risas, las batallitas, las alegrías por la carrera bien hecha, o por las carreras de los amigos, las miradas de admiración de los niños que sueñan con algún día seguir los pasos que en esos momentos tú estás dando. Y, por supuesto, al pensar en las increíbles, únicas y maravillosas sensaciones que nos aportará el poder compartir unos metros, unos segundos con el animal más bello del planeta.
Y es que queda un mes para enfrentarse a los nueve días más maravillosos del año, un mes para fantasear, para volver a madrugar, para volver a soñar al alba.
Un mes para volver a escuchar el canto de los pájaros en la Cuesta de Santo Domingo, para volver a escuchar las “suertes” de amigos, compañeros e incluso desconocidos, un mes para mirar hacia arriba y sólo ver fachadas de piedra con los balcones llenos de personas vestidas de blanco. Un mes para escuchar el silencio en un sitio donde no puede haber más ruido. Un mes para que las pulsaciones suban más allá de lo permitido. Un mes para volver a disfrutar de todos los valores que el encierro nos enseña: del compañerismo, de la solidaridad, de la generosidad, de la lealtad, de la verdad, de la amistad, del amor. Un mes para que los novatos sucumban sin remedio a esta bendita pasión. Un mes para anudarse el pañuelo rojo al cuello y no desatarlo hasta que sea necesario para secar las lágrimas del "pobre de mí". Un mes para rezar cantando, un mes para hacer historia, un mes para alcanzar gloria.
Penúltimo peldaño, seis del seis, la cuenta atrás está llegando a su fin, las mentes no pueden dejar de pensar en el siguiente peldaño y los corazones laten más fuerte, más vivos.
¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín! Ya falta menos.