Por el piton derecho
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Un BX camino de Cerbere
Se cumplen 20 años del adiós de Julio Robles

Un BX camino de Cerbere

Darío Juárez

Olía tan a nuevo que a mi madre la mareaba. El 'cocodrilo' colorado de Citroën acababa de nacer. Aquel noviembre del 90 estaba siendo ajusticiado por la presencia permanente y generosa de un sol que obligaba a remangarse e insistía en profanar sus lunas con descaro. En el navegador de un mapa de carreteras de propaganda de Mapfre –0’60 x 1m– que dormía acurrucado en la guantera de la puerta del copiloto, mi señora madre dibujaba con su índice la hoja de ruta que marcaba el siguiente destino: Burgohondo - Rosas, Rosas - Cerbere, Cerbere - Burgohondo, en dos días. El destino quiso que el último viaje de solteros fuera esa diagonal que atravesaba la península como la banda de una miss, con el único propósito de poder saludar, tranquilizar su afición y ver en primera persona a un ídolo, a un torero, a un señor; a Julio Robles. La infausta cogida de Béziers seguía latente y la localidad francesa que acogía al torero para su recuperación se había convertido en lugar de peregrinación para el roblismo.

El BX llegaba a media tarde al parking del hospital de tetrapléjicos de Cerbere. Con discreción y sin bajarse, mis padres aguardaban la venida de algún coche con matrícula española para intentar poder lograr el primer contacto que les pudiera llevar a la planta donde se encontraba Robles, si es que ese automóvil, por mera casualidad, pudiera tener relación alguna con el entorno del matador. Dicha casualidad, pero sucedida del revés, quiso que de repente apareciese delante del 'cocodrilo' colorado un caballero con acento francés que se acercó al ver la matrícula española. Muy amablemente les preguntó si habían venido a ver a Julio. Mis padres respondieron que "sí, exclusivamente" y él les dijo que subieran con él, pues era el fotógrafo que había sido recientemente galardonado con el segundo premio fotográfico de la temporada taurina de ese año, por inmortalizar el instante previo y exacto del impacto de la cabeza del maestro salmantino contra el albero del coso francés.

Al llegar a la planta, en un espacio anexo a la habitación del torero y cedido exclusivamente para él y su círculo de confianza, se encontraban el también matador galo, Bernard Marsella, y el entonces empresario de la plaza de Quito, José Luis Martín Berrocal, que había ido a enseñarle y regalarle el cartel anunciador de la feria de ese año, presidido por una imagen de un óleo del torero charro.

Al cabo de unos minutos de espera, el mozo de espadas aparecía por el marco de la puerta de la habitación empujando la silla desde la que un tísico Julio Robles daba los buenos días a la parroquia. Pese a las prótesis de cuero que le estiraban las manos por el encogimiento de los tendones que padecía en las articulaciones, la voluntad del torero era de que nadie se quedara sin ser saludado ni recibido con el agradecimiento que merecía una efímera y simple visita venida desde tan lejos.

Mi padre ya había tenido un primer acercamiento directo con él, pues la última vez que toreó en Ávila pudieron charlar minutos antes de empezar a vestirse en el Valderrábanos. Aquel BX ya lo había seguido por plazas como la propia Salamanca, Valladolid, Madrid, Plasencia, Pozoblanco, Talavera o Arenas de San Pedro, pero esta vez regresaba a casa con la triste realidad, aún con la satisfacción de haber podido compartir un rato con él, de confirmar por sí mismo que el peregrinaje por su torero predilecto terminaba allí. Lamentablemente, nadie volvería a ver a Julio Robles enfundarse de nuevo un traje de luces. Este jueves, se cumplen veinte años de su partida.

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