Oficialmente la plaza de Valencia es de primera. Y recalco lo de oficialmente porque en la práctica el coso de la calle Xátiva es, como mucho, de tercera. Y esto no es nuevo. Muchos son ya los años que Valencia ha demostrado tener una penosa categoría, aunque parece que al pasar los meses se nos olvida. Pero llega marzo y las Fallas y los valencianos nos recuerdan su criterio y exigencia. Yo, personalmente, creía que esta plaza había tocado fondo hace tiempo, pero tras escuchar como bastantes “aficionados” pedían el indulto de la borrica lidiada en quinto lugar… supe que sí, que lo de Valencia puede ser aún peor.
El novillote de Cuvillo, colorado de capa, con más kilos que sus hermanos, pero con la misma falta de trapío y seriedad para una plaza que se dice de primera, embistió con tanta bondad que aquello se asemejaba a un carretón. Iba y venía, humillado, con calidad, sin hacer un solo extraño y, por supuesto, sin emocionar. Es el toro del siglo XXI, ese que anhelan la mayoría de los que se ponen delante. Un animal tan noble que te permite disfrutar y hacer lo que quieras. Y es también el toro que nos intenta imponer el sistema, las empresas, el que nos venden como bravo los medios propagandísticos del estamento taurino… Pero no, no lo es. Ni mucho menos. Un toro bravo debe luchar hasta el final, ponérselo difícil al torero, vender cara su muerte. Eso es un toro bravo, lo demás, un mero simulacro de toro de lidia. Y con él anduvo más que cómodo un Sebastián Castella que fue fiel a su estilo y que dejó algunos pasajes templados. Pero claro, lo que habría sido una faena más, un toro más, en Valencia se convirtió en un trasteo de dos orejas y en un toro de vuelta al ruedo. Sin comentarios. Y otra oreja de chiste cortó el francés en el segundo, un burraco sin cara ni remate que comenzó la faena demostrando cierto fondo pero que rápidamente se vino abajo mostrando tan sólo nobleza. Quizás, la obsesión de Castella por acortar distancias le pasó factura.
Y si un mero simulacro de lo que debe ser un toro bravo fue la novillada impresentable de Cuvillo, otro simulacro, esta vez de lo que debe ser torear, fue lo de El Fandi. Una vez más nos tocó aguantar sus carreritas y banderazos tan vulgares como destemplados. Toda una tortura para cualquier aficionado que se precie. Su primero, el que abrió plaza fue un auténtico inválido, mientras que el cuarto fue otra borrica sin fuerza ni casta que en ocasiones embistió rebrincada por su patente debilidad. Pero como El Fandi mantiene (incomprensiblemente) engañados a sus partidarios, estos se divirtieron y le premiaron con una oreja que podían haber sido dos si el presidente no se resiste. Vaya dureza la del palco…
Y de vacío se marchó Román. El torero local anduvo toda la tarde acelerado y atropellando la razón con un valor que muchas veces parece inconsciente. Faenas muy sucias las suyas pues en vez de torear, da pases. No manda casi nunca en la embestida y sus oponentes embisten con las caras muy sueltas, a su aire. Así lo hizo el feo sobrero que saltó en tercer lugar, un astado que se movió pero que soltaba al final un pequeño derrote que no consiguió solventar Román. Y más de lo mismo ocurrió en el último, otro animal deslucido que evidenció su mansedumbre al salir siempre mirando al tendido y desentendiéndose de la pelea.
Por supuesto no hace falta decir que a la corridita no se la picó. En cuanto llegaban a la jurisdicción del picador, este les señalaba el puyazo y los peones se apresuraban a sacarlos. Aún así, la mayoría de los animalitos de ese ganadero que dice que el toro es algo secundario y que lo que de verdad importa es el torero, perdieron las manos a la salida de cada picotazo. Un patético simulacro en lo que se ha convertido la suerte antaño más importante y, en definitiva, un mero simulacro de Tauromaquia lo que vimos en la tercera del ciclo fallero.